
Vea el libro completo aquí: https://archive.org/details/duchamp0000tomk/duchamp0000tomk
¿De qué vive Marcel Duchamp?
Nacimiento: 28 de julio de 1887, Blainville-Crevon, Francia – Muerte: 2 de octubre de 1968, Neuilly-sur-Seine, Francia
A partir de la biografía Duchamp de Calvin Tomkins se copiaron los párrafos que mencionan «dinero» y se publican en una cronología ilustrada con fotografías, enlaces y documentos. ¿De qué vive Marcel Duchamp? Esta es una respuesta:

«Tras terminar su curso de bibliotecnia en la École des Chartes, Duchamp empezó a trabajar como bibliotecario en prácticas en la Bibliothéque Sainte-Geneviéve hacia abril o mayo. «Era un trabajo estupendo, porque me dejaba muchas horas libres», decía. «Mi horario era de diez a doce y de una y media a tres y me pagaban cinco francos al día. Mi padre me ayudaba y no estaba casado, así que era mucho dinero». Durante esa temporada, Duchamp aprovechó la infraestructura de investigación con que contaba la biblioteca para llevar a cabo las únicas lecturas serias y metódicas que realizaría en toda su vida. La biblioteca Sainte-Geneviéve disponía de material considerable acerca del estudio de la perspectiva, desde que se inventara en el siglo XV hasta nuestros días, y parece ser que Duchamp se leyó de cabo a rabo una buena parte de sus volúmenes; en cualquier caso, los suficientes para dominar los principios y técnicas que iba a poner en práctica en el Vidrio.


Por otra parte, aprovechó la oportunidad para releer a algunos de los filósofos griegos de la antigiedad que había estudiado en el /ycée de Ruán. El que más decía interesarle era Pirrón de Elis (ca. 365-275 a.C.), un pensador poco conocido —que, curiosamente, había empezado como pintor para luego abandonar el arte en favor de la filosofía— cuyas enseñanzas en aquella época pare- cieron reforzar algunas ideas que habían empezado a arraigar ya en la mente de Duchamp. Pirrón negaba la existencia de absolutos, poniendo así en tela de juicio la teoría de Platón de las formas ideales. Así pues, alcanzar una verdad objetiva resulta imposible puesto que, según decía, «nada es en sí más esto que aquello». Por consiguiente, si nada es totalmente verdadero ni falso, a juicio de Pirrón, habría que cultivar una actitud de «indiferencia» e «imperturbabilidad» ante la vida, evitar emitir juicios u opiniones, sin por ello aban- donar el estado de alerta en todo momento. En ciertos aspectos, el pensamiento de Pirrón se acercaba mucho a los principios fundamentales del budismo zen. Pirrón tuvo una importancia algo más que pasajera para Duchamp, que empezó por esa época a hacer referencias en sus notas a la «belleza de la indiferencia».»

«En aquella época el ajedrez no proporcionaba dinero, pero daba satisfacciones más suculentas. Las partidas del campeonato de ajedrez de Francia se iban a celebrar en Niza durante la primavera. Duchamp se encargó de diseñar el cartel del torneo, una imagen llamativa a base de cubos rosas y negros inscritos dentro del perfil de la figura del rey, y terminó clasificándose en sexto lugar…»

«Hace ya mucho tiempo, incluso desde antes de la guerra, que tengo aversión a esta «vida artística» en la que estaba envuelto… Es exactamente lo contrario de lo que ando buscando. En cierto modo, por eso procuré eludir a los artistas a través de la biblioteca. Luego, con la guerra, cada vez me sentía más incompatible con ese ambiente. Quería marcharme de todas todas. Pero ¿adónde? Nueva York era mi única elección, porque te conocía a ti. Espero poder evitar la vida artística de la ciudad, seguramente con un trabajo que me mantenga muy ocupado. Te he pedido que guardes el secreto delante de mis hermanos porque sé que esta marcha les afectará mucho… Y a mi padre y a mis hermanas también… Creo que mi padre ya me ha ayudado lo suficiente. Y, además, me niego a imaginarme una vida de artista en pos de gloria y dinero. Me alegra mucho saber que has vendido esos lienzos y te agradezco tu amistad de todo corazón, pero me da miedo acabar teniendo que vender cuadros a toda costa, en otras palabras, de convertirme en un pintor de salón… Probablemente me marcharé el 22 de mayo o quizás el 29.»

«A pesar de haberse apartado de cualquier manifestación artística pública, Duchamp no llegó a cortar nunca los lazos que le unían a otros artistas. Sus amigos más íntimos (aparte de Henri-Pierre Roché) eran Man Ray y Francis Picabia, y a partir de 1923 empezó a verse con asiduidad con Constantin Brancusi. El escultor rumano se mantenía todavía más al margen del ambiente artístico de París que Duchamp. Por lo demás, tampoco tenía ningún marchante fijo…»

«Duchamp iba a heredar algún dinero de su padre, que en el transcurso de su dilatada carrera había sabido aprovechar muchas oportunidades de negocio (en bienes raíces, por ejemplo) que se le habían brindado. Sin embargo, en el caso de Marcel la suma no llegaría a alcanzar los 10.000 dólares. Con el paso de los años, Duchamp se divertiría contando cómo Eugéne Duchamp, el notaire, había ido ano- tando escrupulosamente todas y cada una de las asignaciones mensuales que iba pagando a sus hijos artistas, para que el total pudiera deducirse de la herencia de cada uno. De ahí que Yvonne y Magde- leine, las dos benjaminas, fueran las únicas en recibir una herencia sustanciosa.»







Suzanne Duchamp (20 de octubre de 1889 en Blainville-Crevon, 11 de septiembre de 1963 en Neuilly-sur-Seine, París) fue una pintora francesa. Suzanne creció rodeada por un entorno excepcionalmente creativo, pues fue hermana de Marcel Duchamp, Raymond Duchamp-Villon y Jacques Villon. Más adelante se casó con Jean Crotti. […] Murió en Neuilly-sur-Seine (Seine-Saint-Denis), Francia, en 1963.3 En 1967, en Ruan, su hermano Marcel contribuyó a organizar una exposición llamada Les Duchamp: Jacques Villon, Raymond Duchamp-Villon, Marcel Duchamp, Suzanne Duchamp. Parte de esta exposición se expuso más tarde en el Musée National d’Art Moderne de París.

«Duchamp aprendía inglés a marchas forzadas. Había descubierto que la mejor manera de conseguirlo —y de ganarse un dinero al mismo tiempo— era dando clases de francés. Daba dos o tres clases particulares al día, a dos dólares la hora, a norteamericanos que había conocido a través de Pach, los Arensberg o sus amigos. Todos sus alumnos hablaban algo de francés (Duchamp había insistido mucho en eso) y, probablemente, esas clases debieron de mejorar mucho más. De haberlo querido así, Duchamp podría haber aprovechado aquellas entrevistas para promocionar su carrera de artista, un artista que, en aquel momento, ya era más célebre en Norteamérica que Picasso o Matisse. Sin embargo, solía hablar muy poco de su propia obra, y en los tres años que vivió en Nueva York, nunca abandonó su rechazo a llevar «una vida de artista en pos de gloria y dinero». En lugar de pintar nuevos cuadros, se dedicó a dar clases de francés. «Casi podía vivir con lo que ganaba con eso», confesó, «porque, por aquel entonces, todo era mucho más barato. Se podía vivir con cinco dólares al día.» Con todo, él mismo reconocía no ser un buen profesor «demasiado impaciente», admitía— y, en realidad, las clases no le procuraban lo suficiente para sobrevivir. Cuando los Arensberg regresaron de Connecticut en septiembre, Duchamp tuvo que marcharse de su apartamento. Fue entonces cuando se alquiló un piso amueblado en Beekman Place, al otro lado de la calle de la casa de Walter y Magda Pach.

El piso se encontraba «en una casa propiedad de un turco», según Duchamp. «Debía de ser mago o algo por el estilo, porque tenía un montón de cosas de lo más surrealista colgadas del techo y esparcidas por todas partes, todo muy raro.» A los tres meses se volvió a mudar, esta vez al edificio de Lincoln Arcade de Broadway, entre las calles 65 y 66. Aquel gran edificio de apartamentos ofrecía estudios idóneos para artistas y el pintor norteamericano Robert Henri había fundado allí su School for Independent Artists en 1909. Sin embargo, para poder pagar el alquiler mensual de 40 dólares, Duchamp necesitaba más dinero que el que ganaba con sus clases de francés, así que decidió buscarse un trabajo.»

«Así pues, Duchamp se mantenía ocupado con varias actividades inconexas. Durante aquel verano editó una antología de escritos de Henry McBride, el crítico de arte neoyorquino que había apoyado, más que ningún otro, con coherencia e inteligencia, la causa del arte moderno. La Société Anonyme publicó la antología en diciembre, en un formato de cuadernillo de hojas sueltas ideado por Duchamp: la tipografía empezaba en un cuerpo muy pequeño y aumentaba progresivamente a cada página de modo que, en la penúltima, constaban apenas diez líneas en un cuerpo enorme, para retomar, en la última, el cuerpo pequeño de la primera. La obra llevaba por título Some French Moderns Says McBride. Por otra parte, Duchamp se embarcó también en dos aventuras económicas que no le procuraron ningún dinero. En efecto, propuso a Tristan Tzara que se metieran juntos en un negocio. Se trataba de un negocio de venta por correo de cadenillas metálicas, a dólar la pieza, que llevarían colgadas las letras DA DA y que podrían lucirse/a modo de brazalete o de aguja de corbata. Por lo demás, se anunciarían como una «panacea universal o un fetiche de la siguiente manera: si tienes dolor de muelas, vete al dentista y pregúntale si es dadá». Duchamp propuso a Tzara que se encargara de su distribución en Europa y que él ya se «ocuparía de Estados Unidos», pero el proyecto se quedó en eso.»









«John Quinn le consideraba el mayor escultor en activo. Cuando Quinn realizó su segundo y último viaje a París durante el otoño de 1923 —murió al año siguiente—, las veladas más alegres fueron las que pasó en el callejón Ronsin. Henri-Pierre Roché describe una de esas noches de 1922 en las que estuvo presente también Erik Satie: «Cena en casa de Brancusi: espléndida. Su célebre puré frío de judías, con vinagreta de ajo, su bistec a la parrilla… se multiplica, cocina, sirve… había dos violines, Satie y Brancusi tocando a dúo, haciendo broma, nos reímos tanto que nos dolían las mandíbulas.»


«[A la muerte de John Quinn] dispersar su gran colección en una subasta hizo sonar la voz de alarma en toda la comunidad internacional del arte. El mercado del arte moderno no era lo suficientemente sólido para ser capaz de absorber semejante cantidad de obras importantes de golpe y existía el temor general de que los precios fueran a ser bajos, lo cual iba a perjudicar la reputación de algunos artistas. Casi un año antes de la subasta, Duchamp y Roché hablaron de comprar los cuatro cuadros de Duchamp que formaban parte del legado de Quinn […] Entretanto, Duchamp y Roché se reunieron con Brancusi, que carecía de marchante fijo y tenía miedo de que el hecho de inundar el mercado con tantas de sus obras fuera a terminar en un «desastre». Llegados a cierto punto Duchamp abandonó las negociaciones, porque estaba convencido de que se necesitaba demasiado dinero para comprar los treinta y tantos Brancusis del legado de Quinn. (Calculó que su valor en el mercado sería de 21.700 dólares.) Sin embargo, al final consiguieron hacerse con veintinueve por un total de 8.500 dólares, con la ayuda de una conocida mujer de la buena sociedad neoyorquina esposa de Charles Rumsey. (Se trataba de la hija de E. H. Harrison, el millonario del ferrocarril, que se había embarcado ya en varias de las aventuras artísticas de Quinn, como la de prestar apoyo financiero a las Carroll Galleries de Nueva York.) La señora Rumsey contribuyó con 1.500 dólares a los 4.500 que se exigían como entrada por el legado de Quinn y recibió a cambio Pájaro en el espacio y un Torso de una joven. Por su parte, Roché y Duchamp se encargaron de aportar los 4.000 dólares restantes, que pagaron durante los seis meses siguientes. (La parte de los siete séptimos que le correspondía abonar a Duchamp se llevó prácticamente lo que le quedaba de su herencia.) Así pues, se repartieron las veintinueve esculturas, y durante los quince años siguientes, cada vez que Duchamp necesitó dinero, vendió una, a menudo a Roché, que actuaba como su banquero personal.»


«Decir que Duchamp era capaz de cualquier cosa por conseguir algo de dinero no se ajusta a la verdad. En su autobiografía, Man Ray cuenta que una noche, durante los años veinte, mientras cenaban, «el antiguo marchante de arte Knoedler dijo lo mucho que lamentaba que Duchamp ya no pintara. El marchante apeló a mí y me pidió que, en calidad de amigo, hablara con Marcel y le dijera que tenía diez mil dólares anuales a su disposición si volvía a la pintura; lo único que tenía que hacer era pintar un cuadro al año. Cuando mencioné la oferta a Duchamp, sonrió y me dijo que ya había hecho lo que se había propuesto y que no tenía intención de repetirse». Joseph Brummer, que se había quedado gratamente impresionado por el talento de Duchamp en la exposición de Brancusi de 1926, le ofreció mil dólares mensuales en 1928 para que se trasladara a Nueva York y llevara su nueva gran galería de arte moderno. Duchamp contó a Katherine Dreier que estaba «prácticamente decidido» a aceptar el cargo, pero en la misma carta le decía también que se había arreglado el estudio de la rue Larrey tan bien «que tampoco veo por qué tendría que procurarme “más dinero”, desde el momento en que me cuesta tan poco vivir así». Finalmente no aceptó el trabajo, y es que, a pesar de detestar cada vez más la faceta comercial del mundillo artístico, Duchamp prefería ganarse la vida a salto de mata, mediante incursiones ocasionales en el mercado. «La presencia del mercado es tan repugnante…», escribió a Stieglitz. «Pintores y pinturas suben y bajan como las acciones de Wall Street. Hace veinte años no ocurría eso y era mucho más divertido.»»





«el marchante Joseph Brunner programó una gran exposición Brancusi en su galería para el otoño de 1926. Se trataba de exponer fundamentalmente las esculturas de la colección Quinn, además de varias piezas procedentes del estudio parisino de Brancusi. El propio Brancusi viajó a Nueva York en septiembre para supervisar su colocación. (Se trataba de su segundo viaje a Estados Unidos.) Duchamp, que había accedido a embalar y mandar veinte de las esculturas de su estudio, junto con sus pedestales de madera o piedra tallada, se embarcó con el cargamento en el vapor Paris al cabo de un mes […] Sin embargo, Duchamp y Brancusi iban a llevarse una buen susto cuando un inspector de aduanas estadounidense abrió las cajas de embalaje de la bodega del Paris y decidió, en su infinita sabiduría de burócrata, que lo que contenían no eran obras de arte.»

«Bajo las directrices federales por las que John Quinn había batallado hasta resultar vencedor, se podía introducir cualquier obra de arte en Estados Unidos sin pagar impuestos. Con todo, poco antes de la llegada de Duchamp, el fotógrafo Edward Steichen había regresado a Nueva York procedente de París con un Pájaro en el espacio de bronce que había comprado en el estudio de Brancusi y un funcionario de aduanas, que consideró que aquella forma pulida no era más que un pedazo de metal corriente y moliente, le había obligado a pagar un arancel del cuarenta por ciento sobre el valor declarado de 600 dólares. El inspector que le tocó en suerte a Duchamp tomó una decisión semejante. Aquel individuo en concreto reconocía el arte nada más verlo —era un escultor aficionado, y los Brancusis no cumplían con ninguno de sus requisitos; no eran más que productos comerciales y, como tales, estaban sujetos a aranceles. Finalmente, se pudo introducir el cargamento en el país, con carácter temporal y bajo garantía, únicamente para la exposición Brummer. Si los objetos en cuestión volvían a salir del país sin vender, no habría que pagar recargo, pero en caso de que cualquiera de ellos permaneciera en Estados Unidos, el comprador tendría que abonar el cuarenta por ciento del precio de compra en concepto de derechos de aduana. Tras informarse de que esa norma podía impugnarse, Duchamp se puso en contacto con un abogado de Filadelfia llamado Maurice Speiser…»

Sobre el caso de Constantin Brancusi vs Estados Unidos

«La exposición monográfica de Brancusi en la Brummer Gallery cosechó un éxito modesto. A pesar de que el recurso por el arancel de importación seguía su curso —y no iba a quedar resuelto hasta que Brancusi ganó en la recusación legal del fallo del Departamento de Aduanas el 26 de noviembre de 1928-, seis de las piezas que Duchamp y Roché habían comprado de la colección Quinn se vendieron por un total de 7.100 dólares, considerablemente menos de lo que Quinn había pagado por ellas, pero casi lo suficiente para que Duchamp y Roché recuperaran su inversión. Brancusi regresó a París poco después de la inauguración, pero Duchamp se quedó hasta que la exposición cerró en diciembre y se hizo cargo del embalaje, transporte y reinstalación de las obras en el Arts Club de Chicago, donde permaneció expuesta durante casi un mes. Marcel se lo pasó muy bien en Chicago. «Voy a la Ópera todas las noches», explicaba en una carta a Ettie Stettheimer. «Tomo por lo menos una comida al día y té también… y es una auténtica delicia sumergirme en estos placeres sociales. Aunque sé que no va a durar toda la vida, me siento totalmente satisfecho.» Sus opiniones nada convencionales tenían encantado al crítico de arte del Chicago Evening Post, C. J. Bulliet, que dedicó una parte de su crítica de la exposición de Brancusi a entrevistar a Duchamp. «¿Qué hace M. Duchamp? Nada», escribió Bulliet, «aparte de gandulear y de disfrutar de la vida en París, os confesará, con divertida indolencia. ¿Por qué no pinta y reaviva la fama que le llegó con los desnudos cubistas? Porque si volviese a pintar, no haría más que repetirse, así que para qué. Todos los pintores tendrían que jubilarse a los cincuenta, opina, y estar obligados a abandonar su trabajo. El gobierno debería encargarse de que los pintores jubilados vivieran de sus pensiones y no se dedicaran a trabajar clandestinamente y en secreto.»»

«Duchamp regresó a Nueva York hacia finales de enero, a tiempo para asistir a la subasta de la colección John Quinn en las American Art Galleries. (Se trataba de la segunda subasta Quinn, puesto que una de menores dimensiones había tenido ya lugar en París durante el mes de octubre.) Duchamp compró dos dibujos de Picasso, otro de André Derain y un modelo de escayola del Gato, de su hermano Raymond Duchamp-Villon. ¿Por qué no había tratado de hacerse con ninguna de las diecinueve esculturas de la colección Quinn antes de que se celebraran las subastas, tal como había hecho con los Brancusis? La respuesta más verosímil es que ni Roché ni Duchamp podían permitirse ambas cosas, de modo que optaron por arriesgar sus limitados recursos financieros en Brancusi, que por lo demás no cejaba de alentarlos a ello.»

«Una nueva exposición de Brancusi en la Brummer Gallery llevaría a Duchamp de vuelta a Nueva York en el otoño de 1933 por vez primera en siete años. Brancusi no asistió. Confió a su amigo la instalación de sus cincuenta y ocho esculturas y la resolución de cualquier problema que pudiera surgir. Sin embargo, no surgió ninguno —el fallo de los tribunales de 1928 había obligado a los críticos de arte aficionados de Aduanas a reconocer que la obra de Brancusi era, efectivamente, arte, y aun cuando únicamente cinco de las esculturas llegaran a encontrar comprador (corrían los tiempos más duros de la Depresión), Duchamp comunicó a Brancusi que la exposición había sido un éxito de crítica y de público. Marcel viajó hasta Filadelfia para reunirse con Albert Barnes, el coleccionista, con la esperanza de que comprara un Brancusi. Si bien el siempre malhumorado Barnes fue «muy amable», según Duchamp, al mostrarle su colección de obras maestras contemporáneas, no hubo venta. Además, Duchamp fue a ver a Katherine Dreier a su casa de Connecticut para valorar los desperfectos del Gran vidrio. Concluyó que podía repararse, pero que necesitaría por lo menos un mes entero para llevar a cabo la laboriosa reconstrucción, resquebrajadura a resquebrajadura. La tarea iba a tener que esperar a su siguiente viaje.»




«Katherine Dreier se enteró de la boda pocos días antes de que se celebrara. «Una noticia importante», le escribió Duchamp en una carta fechada el 27 de mayo. «Me caso en junio. No sé cómo explicártelo, porque ha sido tan repentino que resulta difícil de explicar.» Mademoiselle Sarrazin-Levassor «no es especialmente guapa ni atractiva», le aclaraba, «… pero parece tener una mentalidad capaz de comprender cómo puedo sobrellevar el matrimonio». Duchamp precisaba que aquella boda no iba a convertirle en un hombre rico, porque «su dinero apenas le llega para vivir hoy por hoy y es suyo». En ese caso, ¿por qué se casaba? La carta dirigida a Dreier contiene una frase que podría ser lo más cerca que Duchamp estuvo jamás de una aclaración: «Estoy un poco harto de esta vida de vagabundo y quiero probar otra ligeramente más reposada… qué esté o no cometiendo una equivocación es algo que carece de importancia, pues no creo que nada puede impedir que cambie totalmento de opinión en muy poco tiempo si fuera necesario.»

«La convicción de que su vida iba a seguir igual era algo a lo que se aferraba con tenacidad. «Como ya dije en mi primera carta, mi vida no va a cambiar en lo fundamental, y aunque tenga que ganarme la vida, no tengo ninguna intención de sentirme demasiado responsable de los gastos de mantenimiento de un hogar», escribió a Katherine Dreier. Con todo, hacia mediados de julio, las tensiones empezaron a aflorar en la pareja. Según Lydie, los problemas habían empezado con la llegada a París de unos «clientes» norteamericanos de Marcel. En este caso, la clienta en cuestión era la señora de Charles Rumsey, la mujer que había ayudado a Duchamp y Roché en la compra de las esculturas de Brancusi. El escultor había aceptado el encargo de diseñarle una escalera de caracol para su casa y Duchamp, que lo ayudaba a calcular las medidas, alquiló una habitación de hotel donde trabajar. Marcel se pasaba cada vez más tiempo en aquella habitación de hotel, y cuando se encontraba en casa, a menudo estaba absorto en sus cavilaciones, mirando por la ventana fumando en su pipa. Finalmente, Lydie acabó por conocer a los clientes norteamericanos durante una cena en el estudio de Brancusi, pero se vio interrogada de una forma tan despiadada acerca de su familia y de sus opiniones sobre el arte moderno (que desconocía por completo) que se sintió humillada. Por si fuera poco, Marcel se quedó de brazos cruzados y no hizo nada para evitar «la masacre».»


«Los adoradores del templo de Saint Marcel suelen tocar muy de pasada, si lo hacen, esta boda con Lydie. Arturo Schwarz da el tema por zanjado con un único párrafo breve y Robert Lebel con una sola frase. Algunos de los amigos de Duchamp dijeron que Picabia le había incitado a ello llevado por una especie de broma dadaísta, pero en ese caso el episodio resulta todavía más deshonroso: si fue una broma, fue especialmente despiadada. La conclusión inevitable parece ser entonces que Duchamp tomó a sangre fría la decisión de casarse por dinero y no por un montón de dinero, como especifica en su carta a Dreier. Sin embargo, al fin y al cabo, Henri Sarrazin-Levassor era hijo de un fabricante de automóviles de gran éxito, cofundador de la compañía que fabricaba los coches Panhard, y Duchamp debió de pensar que aquel matrimonio iba a proporcionarle una seguridad económica. Uno de los aspectos más desconcertantes de todo el asunto es que al enterarse, en presencia de abogados que representaban a ambas partes durante la firma oficial del contrato de matrimonio, de que la cantidad que el padre de Lydie estaba dispuesto a asignar a su hija ascendía únicamente a 2.500 francos mensuales (poco más del equivalente de 1.000 dólares al cambio actual), Duchamp no se desdijera de inmediato. Se puso pálido, según Lydie, pero firmó el contrato. Después, la llevó a los jardines de Luxembourg, hizo que se sentara y le confesó en tono pesimista que no contaba con ingresos fijos propios. Aquel día Lydie se marchó a su casa sintiéndose «destrozada». ¿Podía ser cierto que Marcel fuera un cazadotes tal como su madre no cesaba de repetirle? ¿O sólo estaba tratando de advertirle que su vida juntos no iba a ser fácil? Lydie optó por creer en la segunda explicación y los planes de boda siguieron adelante sin más.»

«Dreier hizo caso omiso de esos comentarios y los atribuyó al pesimismo habitual de Duchamp. De hecho, iba a seguir adelante con la Société Anonyme durante otros diez años, recurriendo a menudo a su apoyo y pidiéndole consejo en todos los problemas que surgían en su ajetreada y filantrópica vida. Se ha especulado mucho sobre el apoyo económico que Dreier podría haberle estado prestando durante esos años, pero no parece que ése fuera el caso. En realidad, los cheques que ingresó en su cuenta correspondían a los plazos del dinero que le debía aún por la Maiastra de Brancusi, que Dreier le había comprado para instalarla en el jardín de su casa de campo de Connecticut.»

«Tras varios años de falta de comunicación entre ambos, Arensberg escribió una carta a Duchamp en 1931 que supuso el restablecimiento de sus lazos de amistad. «No verte supone aún un gran vacío…», empezaba diciendo. «No hay día en que no pase un rato en compañía de tus cuadros. Son tu conversación.» Arensberg pasaba a contarle que acababa de adquirir el Retrato de jugadores de ajedrez a la viuda de Arthur Jerome Eddy (que lo había comprado a su vez en el Armory Show). Por otra parte, deseaba saber si Duchamp o Roché podían ayudarlo a recuperar el Recién nacido en mármol de Brancusi (Arensberg lo llamaba Téte d’enfant), que él y Lou habían tenido: se trataba de una de las dos obras que se habían vendido cuando pasaron apuros económicos; la otra era el Gran vidrio. Duchamp estuvo encantado de complacerlo: el Recién nacido en mármol se había vendido a John Quinn y era para entonces propiedad de Duchamp y Roché. Los Arensberg se llevaron un susto tremendo al enterarse de que su precio era de 1.000 dólares —Louise Arensberg escribió indignada a Beatrice Wood diciendo que Duchamp y Roché «nos toman por primos»—, pero acabaron por comprarlo, y a partir de entonces Duchamp pasó a ser su agente oficioso de adquisiciones en Europa, actividad que le procuraba una pequeña comisión sobre cada obra que les conseguía y les facturaba a su hogar californiano. La colección Arensberg acabaría por incluir treinta y cinco obras de arte adquiridas a través de Duchamp y otras treinta y seis obras del propio Marcel.»

«[Duchamp] Tenía previsto presentar su Caja verde en una edición de trescientos ejemplares, más otros diez de lujo, cada uno de los cuales iba a contener una de las notas originales. Contaba con un pequeño lega- do familiar para costearse la edición y los gastos de impresión, pero la operación terminó siendo tan costosa que tuvo que recurrir a Roché para que le ayudara. A cambio de los fondos que necesitaba, Du- champ dio a Roché Cariatide, una de sus esculturas de Brancusi, y más adelante le pidió prestados otros 5.000 francos con otro Brancu- si a modo de garantía. La impresión se llevó a cabo durante el verano, bajo la atenta supervisión de Duchamp, y las primeras cajas aparecieron en septiembre de 1934, junto con un anuncio en el que el editor aparecía registrado como Éditions Rrose Sélavy, 18 rue de la Paix (la dirección correspondía a la de un banco norteamericano que quebraría al poco tiempo).»

«Duchamp describió el primero de ellos en una carta dirigida a Katherine Dreier como «un álbum de aproximadamente todas las cosas que he producido». En la Caja verde, además de las noventa y tres reproducciones facsimilares en blanco y negro de sus notas, bocetos y dibujos, había una reproducción en color de los Nueve moldes málicos. Duchamp había optado por reproducir ese cuadro mediante la lenta y anticuada técnica de la impresión con plantilla, en la que el color se va aplicando a mano, a través de planchas de estarcido. Los resultados debieron de satisfacerle porque se propuso recrear, en «miniatura, prácticamente todo cuanto había hecho que consideraba digno de ser conservado. Decidió empezar realizando impresiones en color de diez de sus «mejores obras», a través de cuya venta esperaba obtener el dinero suficiente para financiar el álbum completo.»

«[La coleccionista] Peggy [Guggenheim], que había dejado la rue Hallé para mudarse a un gran apartamento de Íle Saint Louis, confesaría más tarde que no tenía ni la menor idea de que estaba comprando una imponente colección de arte a precios de saldo. «No sabía nada de precios» , insistía. «Me limitaba a pagar lo que se me pedía.» Sin embargo, lo cierto es que muchos de los artistas de París estaban desesperados por salir del país, y en aquellos tiempos tampoco había nadie dispuesto a plantearse siquiera el comprar arte. Así que, en cuanto corrió la voz de que una heredera norteamericana estaba visitando estudios y pagaba en metálico, el teléfono de Peggy no dejó de sonar noche y día. Guiada por Duchamp y por Howard Putzel, un joven marchante californiano que conocía a Mary Reynolds, Peggy compró por menos de 40.000 dólares lo que sería la base de una de la mayores colecciones de arte moderno. Durante los dos meses que precedieron el fin de este periodo, con la invasión alemana de Dinamarca y Noruega, compró cuadros importantes de Braque, Léger, Klee, Kandinsky, Gris, Picabia, Gleizes, Mondrian, Miró, Ernst, Tanguy, Dalí, De Chirico, Magritte, Man Ray, Van Doesberg, Brauner, Severini y Balla y escultu- ras de Brancusi, Lipchitz, Giacometti, Arp, Moore y Pevsner. Picasso la rechazó de plano. Cuando visitó su estudio de la rue des Grands Augustins, al principio hizo como si no estuviera, pero luego se le acercó y le espetó con desdén: «La ropa interior está en la otra planta»»

«A principios de septiembre, mientras la Batalla de Inglaterra causaba estragos en los cielos londinenses, Mary Reynolds y Duchamp regresaron a París. Había soldados alemanes por todas partes, pero nadie había allanado el piso de Mary de la rue Hallé y las esculturas de Brancusi que Duchamp y Roché habían guardado en el sótano estaban intactas. Duchamp pasó aquel otoño supervisando el acabado de los últimos elementos que faltaban para su caja de reproducciones, en la que llevaba trabajando casi seis años. Decidió que inauguraría una edición limitada de lujo de veinte ejemplares (más otros cuatro hors de commerce), encuadernada en piel, y en enero terminó el montaje de la primera. Esta edición de lujo, en la que la caja de madera está dentro de un maletín de piel con asa del mismo material, se daría a conocer con el nombre de Boíte-en-valise, para distinguirla de esa otra edición, más amplia, de más de trescientas Boítes (sin maletín de piel), que iban a ir apareciendo periódicamente, por hornadas, durante los treinta años siguientes.»

«Dado que el único arte que le interesaba era el arte de la idea —la cosa mentale de Leonardo—, en lugar de abandonar la partida sin más (como tan a menudo sugirió haber hecho), iba a convertirse en el principal conservador y guardián de sus ideas más tempranas, pensando que quizás llegaran a revelarse con mayor profundidad y complejidad. Duchamp había acabado viendo las pinturas y demás obras que había realizado desde 1910 como series engarzadas de un proceso ininterrumpido de pensamiento. Quizás las hubieses visto siempre así. […] “Todas esas extrañas imágenes constituían eslabones dentro del complejo pensamiento verbal-visual de Duchamp, con sus referencias ambiguas y con frecuencia burlonas a «los descubrimientos científicos más recientes» (en palabras de Breton), la geometría no euclidiana, la cuarta dimensión y a la ruptura de las barreras entre el arte y la vida, proceso que Rimbaud y Mallarmé habían iniciado medio siglo antes. Una idea llevaba a otra, del mismo modo en que cada objeto o cuadro guardaba una relación con los que le habían precedido y los que estaban por venir, y el espectador únicamente podía participar por completo de la actividad mental que los había engendrado viendo todas las obras reunidas. Además, Duchamp confiaba en ganar algo de dinero adicional con aquel proyecto. De hecho, gracias a las ventas de la Caja verde ya había recuperado la inversión inicial, y había razones para pensar que con el álbum todavía le iba a ir mejor.»


«Al cruzar el Atlántico a bordo del transatlántico Brazil de la compañía Cunard en mayo de 1946, Duchamp iba ligero de equipaje, como de costumbre. A diferencia de su compañero de viaje, el compositor Virgil Thomson, que regresaba a su piso del Quai Voltaire con diez baúles de efectos personales y artículos de consumo para distribuir entre sus amigos parisinos, Duchamp no tenía la intención de quedarse mucho tiempo. Iba a ver a su familia y a reanudar antiguas amistades, pero también a negociar la compra de varias obras de arte (de Picabia, Brancusi, Delaunay y otros) que James Johnson Sweeney quería incorporar a la colección permanente del Museum of Modern Art.»

«El convertirse en tratante de arte fue un cambio de rumbo todavía más insólito. El desprecio que a menudo había manifestado Duchamp por la comercialización del arte resulta difícil de reconciliar con el hecho de que, durante las dos décadas siguientes, Duchamp se ganara la vida fundamentalmente comprando y vendiendo obra de otros artistas. Bien es verdad que nunca llegó a amasar mucho dinero gracias a esas transacciones, y en ocasiones jugó en contra de sus propios intereses, especialmente al tachar el precio recomendado de alguno de sus cuadros de demasiado alto. La meta de Duchamp en los negocios era «ni salir ganando ni perdiendo, más un diez por ciento», y aunque a menudo no salió tan bien parado en alguna venta, tam- bién es cierto que rara vez —o nunca— sacó mayores beneficios. Su verdadero bautismo tuvo lugar a principios de 1926, cuando compró ochenta lienzos, dibujos y acuarelas de Francis Picabia y los sacó a subasta en el Hótel Drouot de París. Picabia, que se había instalado definitivamente en el sur de Francia, ayudó a Duchamp a elegir las obras de su colección, que cubrían prácticamente todas y cada una de las etapas de su carrera.»

«Regresar a París resultaba imposible, pues se habían dinamitado los puentes del ferrocarril y apenas había trenes en circulación. Duchamp localizó a un buen impresor en Arcachon y dedicó los tres meses que pasó con Mary en el lugar a seguir trabajando en las reproducciones para su caja. El problema principal era el económico. Arensberg se ofreció a enviarle algún dinero, pero ¿cómo debía hacerlo? La mejor manera, le explicó Duchamp ingenuamente, era que le mandara un cheque nominativo normal y corriente y él ya se encargaría de conseguir que alguien se lo cobrara. (Según se enteró más tarde, esa clase de transacciones eran totalmente imposibles.) Duchamp se ofreció a mandarle dos «cosillas» a cambio en cuanto estuviera de vuelta en París: el Cheque Tzanck realizado a mano, que el bueno del dentista estaba dispuesto a vender por 50 dólares, y el original de 1.H.0.0.Q., «La Gioconda con bigote», que seguía siendo propiedad de Duchamp. «¿Consideras que 100 dólares es demasiado por esa Gioconda?», le preguntó. Arensberg, curiosamente, declinó comprar ninguna de las obras, pero durante los dos años siguientes consagró buena parte de su energía y dinero a procurar sacar a Duchamp de Francia. Roché, que había conseguido ganar mucho dinero durante su época de marchante de arte, actuó una vez más como banquero de Duchamp durante aquellos tiempos difíciles. Además de comprar una Boíte-en-valise en su edición de lujo por 4.000 francos, le prestó otros 30.000 en una ocasión y 20.000 más al cabo de unos meses.»

«Era una habitación de dimensiones medianas. Había una mesa con un tablero de ajedrez, una silla y una especie de caja de embalaje para sentarse al otro lado, y supongo que una cama o algo por el estilo en un rincón. Había un montón de ceniza de tabaco en la mesa, donde solía limpiar la pipa. Y dos clavos en la pared, con un trozo de hilo que colgaba de uno. Y eso era todo.» Nadie podía imaginarse a qué dedicaba las incontables horas que se pasaba solo en aquella habitación. Sus pocas lecturas parecían circunscritas al estudio de problemas de ajedrez. De vez en cuando vendía una de sus Boítes, su precio inicial era de 100 dólares. Y, con eso y los menguados ingresos que obtenía de las clases particulares de francés que seguía dando, cubría sus necesidades materiales. Beatrice Wood, que estuvo en Nueva York en 1944 con motivo de una exposición de su cerámica en la America House, al ver el diminuto tablero de ajedrez portátil que Duchamp había diseñado, le instó a que lo comercializara. «¿Y qué iba a hacer con el dinero?», le preguntó. «Me basta para mis necesidades… Si tuviera más dinero tendría que dedicar tiempo a ocuparme de él y ése no es el modo en que quiero vivir».



«El alquiler de su estudio de la calle 14 le costaba aún treinta y cinco dólares mensuales y sólo tenía un traje, que cepillaba y limpiaba él mismo. Cuando iba a pasar un fin de semana a Lebanon, con Teeny, o a la casa que la amiga de la infancia de Teeny, Gardie Helm, tenía en Easthampton, donde solían invitarlos durante los meses de verano, nunca llevaba maleta. Se ponía un par de camisas, la una encima de la otra, y llevaba el cepillo de dientes en el bolsillo de la chaqueta. Con todo, para entonces, Duchamp empezó a recibir cheques trimestralmente de un fondo de fideicomiso que Brookes Hubachek, el hermano de Mary Reynolds, había establecido a su nombre. Según le explicaría Hubachek, se limitaba a emplear parte del dinero que había heredado de Mary en algo que estaba seguro que Mary habría querido hacer de haberse encontrado lo suficientemente bien como para comprender su propia situación económica. «En realidad, tenía pocos bienes de los que disponer, porque prácticamente todo estaba en fideicomisos estableci- dos por otros», le escribió, «pero habría podido expresar lo que sentía por ti a través de legados de cierta consideración. Como estoy seguro de ello, voy a hacer algo para cumplir con lo que habría sido su deseo… Además, Marcel, te estoy profundamente agradecido, no sólo por lo que hiciste mientras vivió, sino por tu inestimable ayuda al ocuparte de todos los asuntos en Francia después de su muerte.» Hubachek estimaba que el fideicomiso, que iba a pasar a sus propios hijos a la muerte de Duchamp, iba a proporcionar a Marcel entre cinco mil y seis mil dólares anuales, una suma considerable para alguien que tenía unos ingresos anuales que, en total, rara vez superaban esa cantidad.»


«Los escritos completos de Duchamp se publicaron en París en otoño, en una edición de Michel Sanouillet, con un juego de pa-abras muy acertado en el título: Marchand du sel. [Marchante de sal o Marchante de arena] (La edición en inglés, titulada Salt Seller, no iba a aparecer hasta 1973.) Al cabo de un mes, la editorial neoyorquina Grove Press publicó el Sur Marcel Duchamp de Robert Lebel en inglés —titulado, sin más, Marcel Duchamp— y unos cuantos periodistas neoyorquinos, sorprendidos al enterarse de que una figura tan legendaria vivía sigilosamente entre ellos, lo llamaron para pedirle una entrevista. Uno de ellos era un servidor. Por entonces trabajaba para la revista Newsweek, y cuando me encontré con lo de la entrevista, apenas sabía nada acerca de Duchamp y muy poco de arte moderno. Tras quedar con él para tomar una copas en el King Cole Bar del Hotel Saint Regis, una de las primeras cosas que descubrí fue su don para lograr que la gente se sintiera cómoda y para que las preguntas más inanes parecieran inteligentes, o cuando menos aceptables. Como es natural, le hice la pregunta ineludible sobre sus razones para haber dejado de pintar. «Me convertí en un no artista», me dijo, «no en un antiartista… Los antiartistas son como los ateos: creen negativamente. Y yo no creo en el arte. Actualmente, lo importante es la ciencia. Se lanzan cohetes a la Luna, así que, como es natural, uno se va a la Luna. Ya no tienes que quedarte sentado en casa soñando con ella. El arte fue un sueño que pasó a ser innecesario.» Sentado cómodamente, fumando tranquilamente un puro y dando sorbos a su vermut seco, Duchamp tachó a los expresionistas abstractos de pintores retinianos y calificó su obra de «acrobacia, meras salpicaduras sobre el lienzo». Y yo seguía allí, tratando de averiguar a qué dedicaba su tiempo. «Desde siempre, he sabido vivir con muy poco dinero», me aclaró con amabilidad. «El tiempo pasa sin más, pero no sabría cómo explicarle qué hago… Soy un respirateur, un respirador. Lo disfruto muchísimo.»







«Pero, en ese caso, si los ready-mades constituían su manera de evitar la droga adictiva del arte, ¿qué sentido tenían las «ediciones» comerciales? Según varios amigos de Duchamp, su sentido era bastante claro: la creciente fama no le había reportado ningún beneficio económico y el matrimonio le había contagiado el estímulo de ganar algo de dinero. «Saco algo de eso», me dijo. «Ahora podemos viajar en primera, salvo en avión, naturalmente.» Sin embargo, es posible que hubiera que buscar la razón en el hecho de que a Duchamp le gustaba contradecirse y devolver la pelota a sus más rendidos admiradores, en este caso negándose a tomarse tan en serio como ellos la idea del ready-made. De todas formas, estaba encantado de que [Arturo] Schwarz quisiera que las réplicas fueran fieles al original hasta en los de- talles más ínfimos. Así las cosas, un ceramista milanés se encargó de reproducir Fuente partiendo de la fotografía original de Stieglitz para The Blind Man.


Duchamp dio su visto bueno a los dibujos previos, tanto del urinario como del resto de las reproducciones, que para colmo de la ironía pasaron a convertirse en esculturas que imitaban objetos manufacturados. Todas ellas se presentaron en público en 1964 —año del quincuagésimo primer aniversario del original de Rueda de bicicleta— en una exposición de la Galleria Schwarz de Milán. Había un total de trece objetos distintos, reproducidos en ediciones de ocho (más otras cuatro hors concours [fuera de concurso]: una para Schwarz, otra para Duchamp y las dos restantes para fines exclusivamente de exposición) a un precio de 25.000 dólares el lote completo. Schwarz prometió a Duchamp el cincuenta por ciento de los beneficios, que durante un tiempo no asomaron por ninguna parte, pues los costes de producción habían sido más altos de lo previsto y la demanda no era apabullante. Cuando menos, al principio. Con todo, en 1987 se vendió entre particulares una rueda de bicicleta de Schwarz por 350.000 dólares.»







«Durante la década de los sesenta Duchamp concedió numerosas entrevistas y participó en varios debates y jurados relacionados con el arte. Además, dedicó mucho tiempo a recaudar fondos para la American Chess Foundation con el fin de ayudar a los norteamericanos a competir en torneos internationales. (En aquella época, en los campeonatos de ajedrez no había dinero con mayúsculas, cosa que era uno de los aspectos que Duchamp adoraba del juego.) En cualquier caso, en una subasta benéfica de 183 obras de arte que Duchamp y Teeny organizaron en las Parke-Bernet Galleries en 1961 se consiguió un total de 37.000 dólares, que incluía la «fabulosa» suma de 1.100 dólares pagada por una Boíte-en-valise de Duchamp. Por otra parte, Duchamp y Teeny siguieron con gran interés la progresión de Bobby Fischer, a quien habían conocido cuando era un fenómeno de doce años que jugaba en el Manhattan Chess Club. Todos los días Fischer solía coger el metro desde Brooklyn al salir de la escuela y re- gresaba en sentido inverso al cabo de unas horas. Pues bien, en 1967, el presidente del Manhattan Chess Club pidió a los Duchamp que fueran los «acompañantes» de Fischer, que entonces había cumplido los veinticuatro, durante un importante campeonato en Montecarlo, en el que Fisher se proclamó vencedor. Todos los días tenían que despertarlo, lo cual no era fácil, pero aparte de eso les pareció bien educado, respetuoso y bastante simpático.»

«Mi capital es el tiempo, no el dinero» —Marcel Duchamp

Money is no object Parte I y II por Francis M. Newman

Marcel Duchamp: Money Is No Object The Art of Defying the Art Market