Venta de una pintura abstracta

Venta de una pintura abstracta

Galería El Museo

Lucas Ospina

Inauguración: jueves 31 de agosto, 6 pm / Calle 80 # 11-42, Edificio 81 Local 2, Espacio Proyectos, Bogotá / 31 de agosto – 21 de octubre


Soñé que Lucas Ospina puso a la venta una pintura abstracta en una galería de Bogotá. La redundancia me divierte. Rápidamente caigo en cuenta de que el asunto no es tan simple porque al cruzar el umbral, descubro que estoy envuelta en un juego que el artista anticipó hasta el menor detalle.

Soñé que encontré una hoja de papel con un diagrama que Lucas dibujó y colocó subrepticiamente. Hay puntos, letras y flechas. “¿Qué representan?”, pregunté. “Artistas, galeristas, coleccionistas, instituciones, casas de subastas etc. y las transacciones y flujos de dinero entre ellos, siempre en incremento,” respondió un nerd.

Una curva ascendente detallaba la progresión en los tipos de eventos que pueden optimizar la valorización de un/una artista joven (exposiciones, ventas, premios, apariciones con celebridades…) Luego, una línea aleatoria apareció serpenteando entre los puntos como si estuviera viva. Escuché una voz:

— Son los rumores. Previo a cualquier acontecimiento real tienen que haber rumores. Las mitologías lubrican el sistema.

— ¿Cuál?

— El de la seducción más efectiva de todos los mercados posibles, respondió.

Busqué pistas en las pinturas blanco y negras, como si fueran estampas de un Tarot inédito. Estudié los detalles: la pistola del sicario, el vestido inflado como un paracaídas de una dama preñada, la copa sin quebrar del magnate, el culo irreverente del man desnudo, el cuervo que no se espantó… Aun no entendía mi lugar en el juego. Miré los ojos de los personajes, los había desconfiados, desafiantes, enajenados. Detrás de los ojos de ellos, vi la mirada traviesa de Lucas.

Soñé que Lucas es la reencarnación de Duchamp y como él, rompe desde adentro la operación básica que atribuye valor al arte en estos tiempos de las redes sociales y la autopromoción barata. El gran lienzo de la pintura abstracta es el Gran Vidrio, la novia seduciéndonos a nosotros, los solteros. Al despertar aún sentía la sensación poderosa de la estructura, el color y la gestualidad segura que tiene esa pintura. “¡Qué buen pintor!”, concluí somnolienta, “qué brillante estratega.”

Carolina Ponce de León


«Un artista pinta una obra, alguien la compra y eso es como imprimir dinero»: Lucas Ospina

Por: Eduardo Arias [Entrevista en Cambio]

Venta de una pintura abstracta es una pieza de Lucas Ospina que se exhibe hasta el 21 de octubre en la Sala de Proyectos de la galería el Museo de Bogotá. En el salón de cuatro paredes cuelga una pintura abstracta, óleo sobre lienzo, predomina el color naranja, y unos dibujos a tamaño natural que representan posibles interesados en comprar la obra, o que seguramente están en la inauguración de la exposición. Ospina (1971) estudió Artes Plásticas en la Universidad de los Andes y una maestría en Escultura de la Universidad Temple. A lo largo de su ya larga trayectoria ha sido no solamente pintor y dibujante, sino también profesor universitario, gestor cultural, crítico de arte y editor de revistas. En una conversación con CAMBIO acerca de esta obra, Ospina habló de diversos temas, casi todos relacionados con lo que ocurre tras bambalinas en el mundo del arte, de las galerías y de las subastas.

CAMBIO: Hablemos un poco de su exposición en la galería del Museo. ¿Cómo surgió Venta de una pintura abstracta?

Lucas Ospina: Sí, siempre me han interesado las personas tanto en la literatura como en arte, y siempre he dibujado personas. Me gusta la idea de personas yendo a una galería a ver más personas. Para este caso ya había hecho unas versiones previas, pero quería unos dibujos escala uno a uno de las personas que pueden asistir a una inauguración y ponerlas alrededor de una pintura. Me gusta que sea una escena quieta. Psicológicamente produce algo diferente un dibujo que tiene la misma escala que uno y que a la vez sea una figura que represente algo que no necesariamente está dentro de la exposición pero que puede estar dentro de la exposición.

CAMBIO: ¿Por ejemplo?

L. O.: Por ejemplo un coleccionista muy importante, un nuevo rico, una mujer embarazada, un corredor, el espantapájaros del Mago de Oz . Pensé en cuántos poner en el espacio para que uno se sienta acompañado pero que no quede tan lleno. Por eso el día de la inauguración era importante que afuera estuviera un señor pintando en el vidrio de la galería un letrero de “se vende” y que adentro también hubiera un mesero acompañando a otro señor de smoking que también está representado ahí. Era la escena de la inauguración de arte, que no se asemeja a ningún otro evento porque incluso usted ni siquiera tiene que mirar lo expuesto.

Lucas 1


CAMBIO: A veces hay tanta gente que es casi imposible mirar las obras.

L. O.: El evento de inauguración de arte tiene esa particularidad. Se puede convertir en una pasarela de negocios, se puede convertir en el lugar al que van los artistas para que les presenten al coleccionista, puede ser un muy buen momento para una primera cita.

CAMBIO: No se me hubiera ocurrido, la verdad.

L. O.: Si usted va a cine con alguien y no lo conoce muy bien es incómodo porque hay dos horas en las que usted no puede hablar. Además la inauguración de arte usualmente sucede en un momento extraño de la noche, previo una comida, previo a otra invitación y también le dan alcohol y gratis, usualmente para que se relaje, para lubricar las relaciones sociales del evento o para que sea más cómodo ver un arte que mucha gente no se preocupará ni por mirar a fondo ni por entender. Como evento me gusta mucho y me gusta asistir a inauguraciones para ver gente. En este caso se trata de enfatizar el caso de ir a una expresión de gente a ver más gente. Después también me gustó visitar la obra al otro día y ver la exposición sin gente. Me gustan ambas instancias

CAMBIO: Y usted a la entrada puso un texto acerca de la especulación alrededor de las obras de arte, de cómo cómo subirle el precio a una pintura.

L. O.: Justo anteayer oí un podcast del New York Times sobre la familia Wildenstein. Una de sus integrantes era esta famosa Mujer Leopardo, que se hizo tanta cirugías y que se había casado con uno de esos Wildenstein. De un momento a otro la sacaron totalmente de la herencia. Cuando el señor se murió ella contrató a una abogada que empezó a indagar. A medida que más indagaba encontraba más arte porque era una familia famosa por su labor de coleccionismo y de mercadear con ese coleccionismo. Se dio cuenta que tenían una colección inmensa y se dio cuenta de la gran cantidad de tejemanejes que se pueden hacer con arte.

CAMBIO: ¿A qué clase de maniobras se refiere?

L. O.: Por ejemplo, cuando entramos a Colombia y traemos más de 10.000 dólares los tenemos que declarar. Se puede entrar una obra de arte avaluada en 30.000 dólares y nadie la va a mirar con lupa para ver cuánto cuesta. Alguien acá puede recibir esa obra de arte y pagarle a usted en efectivo. Es decir, es como un cheque al portador que puede atravesar fronteras. En una subasta usted puede ayudar a subirle el costo a su propia colección. A través de testaferros y de vendedores secretos usted puede sugerirle el precio a su propia colección. Después usted puede obtener un préstamo respaldado con ese colateral y ese préstamo puede ser para otras cosas. Puede ser para construcción, para un negocio en el cual usted nunca se ha metido, pero usted le dice al banco: “Tengo esta colección de arte que cuesta esto”. Es todo un tinglado. Incluso para evadir impuestos.

CAMBIO: ¿Cómo interviene en eso el arte?

L. O.: Dos coleccionistas que compran barato, elevan el precio en una subasta y donan esa obra con ese precio elevado al museo del cual son “Amigos del Museo”. Ese cuadro va a dar a una bodega, nadie lo vuelve a ver, pero después le certifican el bono de donación para reducir el pago de impuestos. La economía naranja estaba fundada en esa esa mezcla de filantropía con excepciones tributarias. Si usted cuenta con unos contadores y un fondo de inversión que hace eso a gran escala y no tiene afán, es decir, lo hace a cinco, 10 o 15 años, usted puede cada año recibir unos buenos bonos por su filantropía. Entonces a mí me interesa ese tinglado. En estos días hablamos de Fernando Botero como el gran filántropo, pero también me interesa lo que pasó en 2001. El nombre de Fernando Botero estaba mezclado con el de su hijo Fernando Botero Zea por un motivo que todos conocemos. De pronto nos olvidamos totalmente del Fernando Botero Zea del Proceso 8.000 y nos quedamos hablando de Botero el gran filántropo. Él donó una gran cantidad de obras que es buenísimo tenerlas al alcance del público. Poder ver un Lucian Freud, un Picasso, un Braque.

CAMBIO: Ha sido magnífico tener esas obras en Bogotá.

L. O.: Sí. Pero Botero también donó 230 obras de su autoría que no son las mejores. Paralelo a eso, ¿cuánto cuesta tener 230 obras, más las de los artistas extranjeros, en una bodega en Suiza o donde fuera, más los seguros? ¿Unas obras que están guardadas, que ya no le caben en ningún lado? Entonces donarlas también es una manera de crear una bodega pública con nombre propio. Y si uno saca del mercado 230 obras que circulan y certifica que nunca más van a volver a circular, ¿qué pasa con las que continúan circulando? No creo que haga falta ser un gran economista para conocer las fluctuaciones entre oferta y demanda y que si uno acorta la oferta el precio de la demanda crece. Entonces hay unas ecuaciones que por supuesto no se mencionan porque pareciera que hablar de dinero es incorrecto. Como seguimos con la noción kantiana de que el arte es “el interés desinteresado”, tenemos esa noción de que no se puede mezclar arte con dinero. Pero a mí me interesa el dinero, no tanto por un asunto moralista o de resentimiento solamente, sino que me interesa también con una materia plástica. Alguien por ahí decía, no sé si era un surrealista, que los artistas imprimen dinero. Un artista pinta una obra, alguien la compra y eso es como imprimir dinero. Llámese cuadro, performance, acción fotografía efímera. Me gusta esa sensación del dinero como materia plástica.

CAMBIO: ¿Usted había jugado antes con esa relación entre arte y dinero?

L. O.: En la Galería el Museo me invitaron a una colectiva. Vendí un dibujo en pleno uribismo, cuando la posibilidad de una segunda reelección. Si la Corte Suprema definía que Uribe iba a seguir, entonces el cuadro tocaba desvalorizarlo en la próxima venta y si no, podía venderlo más caro. El dibujo se exhibía con el contrato al lado. El que lo compraba debía ir a una notaría y firmar el contrato. Si incumplía le tocaba pagar una multa y donarla al partido comunista o algo así, no me acuerdo bien cómo era la cuestión.

CAMBIO: ¿Por qué ese interés suyo tan marcado por la relación entre arte y transacciones monetarias?

L. O.: Yo quisiera que el lenguaje del arte fuera el lenguaje común y el lenguaje más común es el del dinero. Entonces por qué no entender el lenguaje común del dinero como un vehículo para introducir el lenguaje plástico más allá de la simple idea de “me voy a volver millonario, fírmeme esta servilleta y cuando usted sea famoso valdrá mucho”. También me interesa la idea de la depreciación, la idea del absurdo del dinero, la materialidad del papel. A veces cuando usted habla con economistas sobre arte descubre que no tienen suficientes datos para poder entender qué está pasando ahí en términos de mercado.

CAMBIO: ¿Eso a qué se debe?

L. O.: Es opaco, porque no hay cifras y si hay cifras están infladas, es de una subjetividad inmensa. Aunque eso es raro. Cuando usted mira cualquier fenómeno comercial ocurre algo parecido. Si usted mira, las acciones de Tesla varían de precio de acuerdo con el comportamiento del dueño de Tesla y varían de acuerdo con su posibilidad de sumarle aura a ese valor. Entonces me gusta esa especulación financiera y ver cómo está atada la especulación artística. Por supuesto estoy agrandando el chico, pero quería mostrar la escena alrededor de la venta de una pintura abstracta, mostrar quiénes pueden estar interesados en comprarla.

CAMBIO: ¿La pintura abstracta que aparece en la exposición es cualquier pintura o usted se esmeró al elaborarla?

L. O.: Había hecho muchas pequeñas. Me interesaba un formato pequeño, como del tamaño de una ventana, 30 por 30. Las pinturas pequeñas son más gestuales y como son pequeñas el gesto no nos suena como un manifiesto. Cuando fui a hacer esta pintura grande me di cuenta de que ya no podía ser un gesto porque si no se volvía como si quisiera emular a un pintor expresivo. Entonces me fui por un color. A diferencia del dibujo, la pintura usualmente es color. Hay una cosa cromática, de capas y de factura diferente a ese trazo inmediato del dibujo. Entonces me centré en dos factores. El factor tiempo, es decir, que haya capas debajo. El factor color, es decir, dedicar la pintura sobre todo a un color, que en este caso es el naranja. Pero también me interesaba algo que mencionaba Antonio Roda y que le enseñó también a Beatriz González y a Lorenzo Jaramillo. Roda decía que todos esos gestos que hacen los pintores son para los pintores. Exigen una mirada casi microscópica. Ver que debajo de un color hay otro. Ver que el óleo se sigue secando. Ver las cerdas del pincel. Ver la tela cruda y con la mancha del aceite de linaza, así como toda esa cocina menor de detalles sutiles pero que a veces hacen que cuando usted vea una pintura tenga que mirarla de lejos pero también de cerca porque es un festival de afectos pictóricos y de gestos pictóricos que sólo se pueden dar en la pintura.

CAMBIO: ¿Eso a qué se debe?

L. O.: Vista de cerca, la pintura tiene una materialidad que no tiene ningún otro medio y creo que eso es lo que hace que siga siendo un medio vigente. Si no haríamos las pinturas con la máquina. Obvio, alguien que mire mi pintura abstracta puede decidir que es una parodia de una pintura, que todo esto está en un tono chistoso y entonces piensan: “Seguro es una imitación de una pintura”. Yo creo que en este momento cualquier pintor que sea honesto consigo mismo sufre ese síndrome del impostor porque uno siente que todas las jugadas de la pintura ya se hicieron. Si usted tiene Instagram y pone pintura abstracta le sale algo que se denomina expresionismo zombie. Es una cantidad gente botando manchas en la pintura, grandísimas. Con todos estos millonarios que hay detrás el efecto es una tendencia y seguro mercantilmente funcionará bien aunque ahora se está opacando. Llevamos como cinco años de ese expresionismo zombie por todos lados. Entonces uno de pronto se puede sentir formando parte de una legión de falsarios o de impostores. Pero, le repito, una vez uno la mira de cerca me interesa que tenga una sensibilidad pictórica, que vea que sí hay un plato ahí bien preparado. Como en un restaurante. Uno va por la comida. No se va a comer el menú ni el mobiliario. Yo sí me quemé las pestañas un poquito pensando en la cantidad de juegos pictóricos que ese formato me exigía.

CAMBIO: ¿Por qué utilizar el óleo en estos tiempos tan hipertecnológicos?

L. O.: A mí me gusta pintar al óleo porque el óleo se sigue pintando. El óleo sigue envejeciendo. Usted vuelve y mira una pintura al óleo y ve que algo cambió y sigue cambiando. Me gusta cómo se pinta sola la pintura después de cierto momento. Uno de los cambios extraños que hizo Obregón en los años 80 a los 90 fue pasar del pintar el óleo a pintar en acrílico. En parte porque seca más rápido pero es raro porque cuando se miraban los cuadros de cerca, el gran atractivo de los cuadros de Obregón era todo eso que le daba el óleo. En Cartagena que se seque un óleo es difícil y también si usted tiene a diez tipos mágicos que quieren obregones para mañana y le dicen que le compran diez para sus casas pues usted pinta en acrílico para poder abastecer ese mercado. Pero me parece que algo perdió en esa pintura por cambiar de medio. Hay una cita de Marcel Duchamp donde dice que la pintura es masturbación nasal, refiriéndose al olor del aceite, de la trementina.

CAMBIO: ¿Por qué le gusta la pintura y no, por decir algo, la videoinstalación?

L. O.: Me gusta ese oficio solitario. Usted puede estar en el taller sin depender de nadie más, a diferencia de otros oficios del arte, como un video, un performance o una escultura, donde usted necesita otros actores. La pintura da la posibilidad de sentarse y concentrarse en algo, y con la intención de que sí sea legible para alguien que tenga ojo. Como Luis Fernado Pradila, el galerísta de la galería El Museo. Miró mi pintura y dijo: “Está bien” y no tuvo que decir nada más.


«Mostrando un enfoque parecido aquí optó por la multiplicación: duplicó los inicios, quintuplicó los nudos, individualizó el desenlace. Redactó un guión para llevarnos a pensar sobre el valor de cambio de toda obra deteniéndonos en dos prólogos: la secuencia pretítulos (en la calle, mostraba dos operarios pintando a mano, precisamente, las letras del nombre de la exposición) y el piloto (en la galería, ingresábamos al espacio donde se vende lo barato sin entrar todavía a la muestra). Allí nos dejaba ad portas de un saloncito que parecía otra metáfora de la economía colombiana de finales del siglo XX (un cuarto que no se sabía muy bien si había sido diseñado como maletero de doble fondo o caleta de primera mano), viendo un dibujo en tinta del espantapájaros de El Mago de Oz.»

Venta de una pintura abstracta. Aceleracionismo sincero XIX: Lucas Ospina en Galería El Museo, Guillermo Vanegas

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— Ja, ja, ¿esto qué representa?

— ¿Usted qué representa?

How to Look at a Cubist Painting (1946), Ad Reinhardt


Arte y mercado

Los artistas son la élite de la servidumbre. —Jasper Johns

K, un artista emergente, hace dos piezas. El marchante A vende cada pieza de K a US$5.000 a B y C, dos coleccionistas de gran poder adquisitivo. A se queda con el 50 por ciento de la venta y arregla con B y C para que oferten las piezas que le compraron a K en una subasta. Antes de la oferta el artista se presenta en sociedad: K va con A, B y/o C, a inauguraciones y fiestas; un curador D, asociado a alguna institución, lo entrevista o firma un catálogo promocional con un texto elogioso sobre K; publicaciones de arte en las que pautan galerías vinculadas a K, o con lazos con A, B y/o C, se referirán a él; circulará el rumor de que K estará en una curaduría colectiva en un museo, bienal o feria donde solo exponen individualmente los consagrados.

Comienza la subasta, pero ¿por qué usar este método para darle un precio a las obras de K? ¿Por qué no dar una cifra y ya? Porque a falta de crítica, o por los problemas y demoras que genera una valoración crítica, la subasta es el medio expedito para inflar y dar legitimidad a esta historia: la puja por las piezas de K cierra en US$120.000 c/u. La subasta fluyó sin contratiempos. K todavía no es muy conocido, sí lo será cuando se conozca el resultado astronómico de la “puja” entre los coleccionistas B y C. ¿Dónde está el dinero? B pagó y compró la pieza de C, C pagó y compró la pieza de B. El mercado del arte es pequeño, inexistente dicen algunos, pero trabaja con arte para un mercado más amplio que, con arte o sin arte, promete altos rendimientos.

Días, meses o años después, B y C ofrecen a un miembro E de la junta de un museo la donación de las piezas de K. Lo más importante: B y C valoran cada obra por US$120.000 c/u en su declaración de impuestos y certifican ambas donaciones por esa suma. En algunos países y paraísos fiscales un tercio del monto total de lo donado se deduce de la declaración de renta: US$40.000. Los coleccionistas B y C que, en un principio invirtieron US$10.000 entre los dos, gracias a la subasta elevaron el costo de sus obras y ahora obtienen por esta operación una ganancia aproximada de US$35.000 por cabeza (habría que restarle la comisión de la casa de subastas y lo que corresponde a A por la intermediación).

K recibió US$5.000 por sus obras; es feliz, el dinero le hace bien, el futuro del artista pinta mejor. Si K y sus obras son dúctiles podrá seguir trabajando con A, B, C, D, E y llegar lejos, pero si sus obras pierden aura, las fuerzas —o los fuertes— del mercado encontrarán un nuevo artista, o el filón de una nueva tendencia artística, para explotar. Todo el mundo es un artista: arte y artistas es lo que hay.

Lo anterior es solo un esquema perfectible. Un fondo de inversión en arte sabrá conjugar todo el abecedario monetario y redactar cada vez mejor la novelita mercantil: usará todo el arcoíris de excepciones tributarias, usará la colección de arte como colateral para apalancar negocios y pedir préstamos a bancos, usara la obras para mover capitales entre fronteras como si fueran un cheque al portador, usará el arte como caballo de troya gentrificador para penetrar comunidades, conquistar territorios y desarrollar proyectos inmobiliarios. Todos estos negociantes tacarán con sigilo carambolas más y más virtuosas, con rendimientos a corto, mediano y largo plazo. Hablamos de arte: la misma libertad y apertura que existe para hacerlo e interpretarlo se extiende a su compra y venta.

El arte es la vida sexual del dinero. —Peter Schjendahl


La vida social del arte

Las inauguraciones de arte son evento rey en la parroquia cultural y su despliegue en las páginas “sociales” son un acontecimiento periodístico obligado. Otros eventos gregarios como el cine, los conciertos, el teatro, las conferencias y premiaciones no son aptos para la libre conversación y divagación. En las inauguraciones de arte, en cambio, la charla es el espectáculo: precede, acontece y sucede al evento, ignora el arte y sigue hablando; pero, por cortesía (acaso pudor), asume una actitud disimulada con mucho de cháchara, algo de arte, un par de comentarios, opiniones pertinentes sobre lo expuesto… expuesto a la indiferencia, porque las obras no sabrán nunca que nos fuimos, o que no estuvimos ahí realmente. 

La inauguración de arte es la mejor pasarela colectiva y rotativa, llegar temprano o tarde no importa (a menos que el trago se acabe). Es evento perfecto para una primera cita: para conocerse y ver a quién se conoce. Se pasa bien pero la mayoría de las conversaciones quedan truncas, tanto como la percepción de lo expuesto, pero poco importa, al menos se hacen contactos. El espacio de exposición es entonces oficina, campo de ingeniería social para hacer “networking”, en miras a un “brainstorming” donde el “elevator pitch” permita un buen “flow” hacia otros escenarios. Coleccionistas, diletantes y amateurs se irradian de mecenazgo, bohemia y sana locura en las inauguraciones; los productores de arte usan el coctel bursátil para cerrar afanosos negocios que cubran todo lo que no puede exhibirse con decoro: cuentas de arriendo, agua, luz, teléfono, colegios… Algunos —con simpleza— enmarcan y venden la pobreza del otro para alejarse de la propia, esa es la alquimia del comercio: nigromancia y culpa se transmutan en “compromiso” y “denuncia”. 

La inauguración, el culmen de galerías, ferias, bienales o museos, escenifica una situación peregrina: el evento, la socialización, la fiesta, el trago, no logran conjurar la soledad que llama desde el arte. Hace unos años, El Bodegón, un modesto espacio expositivo en Bogotá que mezclaba si tapujos “arte y vida social”, solo mostraba las obras el día de la inauguración. Esta limitación producía un condicionamiento: el día de la apertura el ojo tendía a mirar un poco más el arte expuesto.  En la exacerbación de ese gesto El Bodegón juntaba lo antitético, el festín y la celebración de la amistad, al tiempo que las extrañas demandas del arte, convertía el lujo del coctel en un tour de force para ese ojo estrábico que quería consumar a solas el acto estético. 

El poder del arte no estaría solo en su capacidad de socializar y ser socializado,  en comunicar y ser comunicado en festejo, en performance colectivo, en pieza relacional que convoca, en indicadores de público o en su consumo como objeto o concepto. El poder del arte está, en mostrar lo inalienable que es esa vida social del aislamiento que propicia. Ese aislamiento donde, sin más animación que la motivación propia, el arte interpela y exige. Navegamos en la superficie del coctel y luego nos vamos al fondo, pero es en ese estado —entre distraído y abstraído, entre contemplativo y aburrido— donde está el enigma.

A los artistas no hay que envidiarles su libertad, que no la tienen, o la imaginación, que todos tenemos, o su fama, un triunfo pasajero, sino su poder para estar a solas, su traición a lo social, las robinsonadas que acometen cuando habitan el islote solitario del lenguaje. Socializar, exponer, vender serían meras pruebas de existencia, registros sociales que intentan normalizar ese momento extraño donde el individuo difiere de la especie, momento tan efímero como un sueño, fruslería poderosa, arte, lo más cercano a la nada.


«Carolina Ponce, que había sido directora de Artes Plásticas de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, ocho años antes, en 1990, dedicó una de sus columnas en el periódico El Tiempo al modus operandi de la Galería El Museo. Bajo el título “Gato por liebre”, Ponce escribía: “La ambivalencia es parte de la identidad de la Galería El Museo. Su nombre mismo es una contradicción de términos que intenta sugerir una identidad común entre lo comercial y lo consagratorio. Juega con la transferencia de códigos. El término “galería” marca una función: la comercialización del arte; el de “museo” sugiere una categoría: lo que el espectador encuentra allí no solo es digno de ser comprado: son obras exclusivas, “de museo”. Es una estrategia de mercadeo para una inversión segura”.

Ponce precisaba que en su crítica no había una agenda purista, anticomercial: “mi propósito no es denunciar los mecanismos de promoción de la galería, sino utilizarlos para cuestionar la forma como se entiende y percibe el hecho artístico (o, más bien, como no se entiende y no se percibe el hecho artístico). Más revelador que los mecanismos de mercadeo es el análisis implícito del público espectador que encierran estos mecanismos”.

La crítica de Ponce describía así el test de la cultura a que llevaba una exposición llena de “grandes obras”, “grandes artistas”, “años de arte”, “años de historia”, como lo era Mixta’98: “Nos ajustamos a la “etiqueta” de lo culto, tragándonos las etiquetas de lo “grandioso”. Las etiquetas son muchas y variadas, una la sella la firma misma del artista y la cadena de supuestos que genera. Decir “Botero” es decir París, Italia, mármoles y condesas; es decir Campos Elíseos y Christie’s, es decir “mucho dinero”, es decir, “solo compra quien puede comprar”, etcétera. La siguiente etiqueta son las fórmulas de bolsillo para definir “lo que quiso decir el artista con su obra”. Por ejemplo: Antonio Barrera y el paisaje místico, Grau y el barroco popular, Darío Morales y el erotismo expectante, Botero y la voluptuosidad. Las categorías estilísticas son anécdotas o apenas una lista predecible de adjetivos a los cuales se agrega, para darle un toque personal, un “me gusta” o “no me gusta”. Y ya”.»


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