La culpa y el volcán

«Dios mío, en tus manos colocamos este día que ya pasó y la noche que llega”. Con este rezo nocturno, el padre García-Herreros arropaba al país por televisión en El Minuto de Dios. La ansiedad noticiosa la parafrasea día a día: “Dios mío, en tus manos colocamos este escándalo que ya pasó y el escándalo que llega”.

Así pasó hace 30 años, cuando el 6 y el 7 de noviembre de 1985 nos dormimos con la toma bruta guerrillera del Palacio de Justicia y la brutal retoma del Ejército, y luego, el miércoles 13 de noviembre, nos despertamos embarrados con la noticia de lo que muchos —incluida Wikipedia— han llamado “un desastre natural”: la tragedia de Armero, por estadística, la segunda erupción volcánica más mortífera del siglo pasado.ADVERTISING

La tragedia del Palacio de Justicia fue sepultada por la avalancha que extendió un grueso manto de lodo sobre Armero y sus alrededores, y ocupó los titulares de los siguientes meses. La protagonista de la agenda fue Omayra Sánchez, una niña de 13 años que estuvo durante 60 horas atrapada en un pozo hasta morir a los ojos de todo el mundo. Omayra, el ícono de la tragedia, se convirtió en un símbolo de resistencia y en la expresión de la incompetencia estatal.

El ícono de la niña santa fue reemplazado por quien definió la agenda noticiosa de finales de los años ochenta, Pablo Escobar, que nos redujo a todos a ser víctimas; si todos somos víctimas, nadie lo es, y sálvese quien pueda. Olvidamos a Armero, la tragedia quedó a merced del narrador que quisiera probarse en una crónica. En adelante, la agenda de onomásticos de noviembre osciló hacia el Palacio de Justicia, que volvió a ser noticia por la voz valerosa de las víctimas, los casos judiciales contra el Ejército y las leyes a favor de la verdad. Este año, el presidente Santos cumplió una sentencia judicial y tuvo que pedir perdón por las acciones del Estado y los militares en el Palacio de Justicia. A las víctimas de Armero, en cambio, nadie les pidió perdón, casi nada afecta el statu quo de esta amnesia colectiva.

El pasado domingo 15 de noviembre, así fue el rating de la parrilla televisiva: Séptimo día, 7.7; Los informantes, 7.7; Noticias RCN, 6.3; El valle sin sombras, 6.2; Reinado Nacional de la Belleza, 5.

El valle sin sombras, la película de Rubén Mendoza sobre Armero, se transmitió esa noche gracias a la producción de Dago García del Canal Caracol. Más allá del rating, la película, en una sola noche, pudo ser vista —así fuera con pauta comercial— por mucha gente, tanta que antes de terminar era comentada por miles de personas en las redes sociales. Algunos, sobre todo los más jóvenes, se indignaban por información ausente de su formación escolar: la ineptitud del presidente Belisario Betancur y de todas las instancias gubernamentales que hicieron oídos sordos al SOS radicado por vulcanólogos y políticos humildes; la indolencia de la élite política local, que ignoró los llamados del alcalde de Armero, Ramón Rodríguez, que murió sepultado con su pueblo; los contratos y robos millonarios en todas las instancias de prevención, rescate y reconstrucción. Dice un sobreviviente: “Entonces se volvió la pugna acá a ver quién se llevaba esa plata y mire lo que se llevó: más de 30.000 personas”.

De este desastre estatal todo está escrito y probado, pero no hay una investigación judicial porque persiste la coartada del “desastre natural”: la culpa, siempre dicen, la tuvo el volcán.

El valle sin sombras comienza con ese mismo “culpable”, el volcán, pero, sobre la boca de su cráter, entre las nubes de la fumarola, se reconoce la índole de su naturaleza, el carácter de su magnificencia contrasta con la minucia de nuestra idiosincrasia. El preámbulo es el recuento de los hechos y cómo se contaron en diferentes medios, con periodistas de rapiña asediando a niños heridos y en shock, con retazos de imágenes de noticieros, datos de aquí y allá, dándole una que otra vez el turno a toda esa política cicatera de politiqueros y avivatos que produjo el desastre y salió impune. El documental le dedica un tiempo proporcional a la inmensa pequeñez de esos espíritus.

La fuerza creciente que le hace pulso a las imágenes del volcán es la de los 17 testigos sobrevivientes que miran a los ojos al espectador intentando comunicar la intensidad de su duelo. Si en Armero la naturaleza reclama sus dominios en lo sublime de las ruinas, los sobrevivientes hacen eco a ese gesto, crecen a medida que avanza el documental y cuentan cómo era el pueblo, lo que oyeron, lo que vivieron y cómo sobrevivieron a esa primera avalancha y a todas las que siguieron: la del dolor por la muerte de las personas queridas, la de ser robados por los mismos que los venían a rescatar, la de luchar porque no les refundieran a sus hijos en carteles de adopción, la del robo de todas las ayudas y, la definitiva, la del olvido.

Al final, ante las imágenes del poderoso volcán silente, silenciada la vida humana y silenciado el pasado, vemos los créditos, los 17 nombres, y nos liberamos de ser simplemente sufridores indignados y ellos solo víctimas. Nos convertimos en ellos porque todos estamos a merced de esas fuerzas incontrolables, renovadoras y destructivas: la peor de ellas se alimenta de nosotros mismos.

Deja un comentario