¡Qué vida loca la de los gestores culturales! Unos personajes a veces visibles, a veces ocultos, que producen la escena, lidian con los tejemanejes de la trasescena y usan su poder para que otros puedan hacer (o al menos lo aparentan, pues hay unos que solo usan el poder para que otros no tengan poder, encarnan en institución, no cortan ni prestan el hacha y como nada hacen, nada les pasa).
Es claro que de algo hay que vivir y por serendipia del destino el paso de promesa artística a funcionario en una institución cultural se da en un abrir y cerrar de ojos, o en un abrir y cerrar de piernas cuando se pasa de feliz e indocumentado a madre o padre responsable, y se trucan los créditos universitarios del pasado por los créditos hipotecarios y los avances de las tarjetas de crédito. Pero no nos pongamos tan dramáticos. Trabajar, para algunos, puede ser un placer y como en los matrimonios por conveniencia, primero vino la vinculación y el amor llegó después.
Hay gestores que sufren de un inexplicable goce ejecutivo, una pasión por ejecutar que se expresa en administrar la rutina de la institución cultural de lunes a viernes de 8:00 a.m. a 5:00 p.m. (sin contar las horas extras y sábados y domingos). Mientras los artistas duermen, o están en su estudio esperando a que las musas aparezcan, o esperando con ansia la próxima apertura o resultado de una convocatoria, el gestor cultural acude a ese lugar que a tantos aterroriza, la oficina, y ahí goza de:
—Hacerle frente día a día a un tsumani de correo electrónico institucional y responder a cuanta misiva, tutela o derecho de petición.
—Navegar con destreza por inmensas hojas cuadriculadas y fórmulas de excel.
—Alinear las actividades con las asignaciones presupuestales, no sobrepasar los rubros y hacer peripecias con los recursos y el papeleo para poder pagar.
—Tener relaciones de gran armonía y calidez con los jefes, sobre todo los de jurídica, planeación y presupuesto, y con sus secretarias; sobre todo las secretarias: lo jefes cambian pero las secretarias permanecen. Gozar de la ansiedad que produce el cambio de jefe o de partido político de gobierno, pensar que es mejor un mal jefe conocido que uno bueno por conocer y saber que así uno pudiera ser el jefe bueno nadie lo va a nombrar, meritocracia aparte para dirigir se necesita de algo más (salir de cierto colegio y universidad, sumado a conexiones y ser el hijo de fulanito de tal). Interiorizar el mantra de que “el que manda, manda, aunque mande mal”.
—Coleccionar reportes de prensa positivos para convencer a los superiores de la importancia de algunas iniciativas de bajo perfil que se consideran un gasto inútil, como el 99 % de lo que se gasta en cultura.
—Ver cómo cuando hay iniciativas no hay continuidad o presupuesto, y cuando hay continuidad y presupuesto no hay iniciativas, más allá del carrerismo narciso de algunos artistas y la habilidad de algunos funcionarios politiqueros para convertirlo todo en propaganda. Gestor no hay camino, sino estelas sobre la mar…
—Participar del trabajo colectivo y practicar el desapego al ver cómo al proyecto, en el que se trabajó por meses, le suman articulitos o nuevos párrafos, o cambios totales, o un diseño horripilante que borra con el codo lo que se hizo con la mano.
—Recibir con alegría los llamados a mejorar hechos por las instancias de control (Auditoría interna, Contraloría, Procuraduría).
En fin, todo un sinfín de actividades complejo que un no gestor, un cándido observador, resumirá en una sola palabra que le simplifica el entendimiento: “burocracia”.
Al final, cuando todo sale bien, el crédito será de los protagonistas, de uno o varios artistas, o de un funcionario de más alto rango. La vida es cruel, sí, el gestor construye la plataforma y gestiona los recursos para el despegue de las propuestas, pero cuando finalmente logran despegar los proyectos, todo el mundo mira al cielo, alelado por la pirotecnia cultural, y el gestor se debe conformar con ver el destello de ese brillo en la córnea de los otros. Claro, si algo sale mal –a pequeña, mediana o gran escala–, al gestor se le sabe agradecer, para eso está el zumbido de la crítica y lo que fue una mosca parecerá un elefante. Gajes del oficio: “Palo porque bogas y palo porque no bogas”.
En la industria pornográfica hay un cargo menor, el fluffer, que adscrito a la sección de maquillaje tiene como función el masajear la herramienta de trabajo del protagonista masculino para mantenerla erecta durante el rodaje y el relajo. Los gestores culturales, ese largo etcétera de funcionarios, productores, editores, periodistas, curadores, relacionistas, escribidores, porteros y hasta embajadores, son el fluffer emocional de la orgía cultural.