Pinturas y dibujos / Daniel Segura Bonnet (1983-2011)

En la película El sol del membrillo hay una escena donde dos pintores viejos conversan en un patio; uno de ellos tiene su taller en obra y ha decidido pintar un árbol membrillero que crece en la mitad de su modesto jardín. Durante la conversación recuerdan el lema que repetía una y otra vez un profesor de la escuela de arte donde ambos estudiaron. “Más entero”, les decía, “Más entero”.

Los pintores cuentan que esa frase, a pesar de la insistencia del profesor, les pareció incomprensible en su juventud: “Estábamos tan intimidados por nuestros profesores que no nos atrevíamos a preguntarles qué querían decir con sus palabras”, dice el artista que está pintando el cuadro, y añade: “pero luego, con el tiempo…”; y así ambos dan cuenta de esa lenta revelación de lo que se entiende por “entero”. Pero en realidad es toda la película la que, una y otra vez, revela su comprensión en la meticulosidad con que muestra los hábitos del pintor que pinta —hasta donde es posible— la imagen completa del árbol que
crece y se le escapa, cuando muestra cómo en vez de pintar la luz empieza a dibujar a ver qué puede capturar. El otro pintor renuncia a explicar verbalmente lo que comprende por “entero” y ante la ausencia de una frase concluyente hace un gesto con las manos como si sostuviera un globo invisible que demarca esa zona del arte que comienza donde terminan las palabras. En la conversación hay largas pausas, silencios elocuentes en los que ambos artistas dan cuenta de algo evidente, fundamental para su oficio, y que solo aprendieron con la experiencia habitual de componer una imagen en un cuadro bajo el mandato del enigmático “más entero” que les dejó de lección su profesor.

A la luz de esta historia se podría decir que entre las imágenes de las obras de Daniel Segura hay una que responde de manera incontestable a la lección de la película. El cuadro “más entero” sería el retrato en primer plano de un perro, de la serie Embozalados, que está al reverso de esta invitación. La imagen mide 1.94 x 1.70 metros y fue hecha entre los años 2007 y 2008. Esta obra que cumple con el “más entero” está en el catálogo de la exposición entre otras 64 piezas que muestran cómo una pieza singular y el resto de ellas son extremos de una sola producción, extremos que unidos pueden dar cuenta del núcleo de la
acción de este artista que murió a los 28 años.

La imagen del inmenso perro con bozal recoge la experiencia de muchas de las otras imágenes que aquí se exponen. Por ejemplo, en los retratos y autorretratos en que usa el grafito, el carboncillo o el lápiz, es evidente que más allá del tema —hacer un autorretrato, pintar un modelo— subsiste una voluntad expresiva que no se contenta con lograr la descripción de un tema sino que en sí misma expresa una fuerza que cruza y entrecruza líneas, rige y corrige trazos, borra y mancha, y por momentos llega incluso al límite de opacar lo que está pintando.

Esta patria del gesto es un lugar abandonado de palabras y figuras, la mano parece traducir al papel lo que le dicta una pulsión gestual que no pasa por la boca. Habitar este lugar es difícil, no ilustra un verbo ni un concepto ni una narración, el impulso gráfico no está anclado al puerto de la metáfora, escapa a un destino conceptual, a una normalidad explicativa que la apacigüe. De ahí que la frase “más entero” sea el eco a un desarrollo dinámico, incesante, donde el artista no solo dibuja sino que es dibujado pues solo se concibe a sí mismo en la acción de hacer. Y terminar una obra es solo una pequeña tregua para un
impulso que cuando es verdadero resulta insaciable. Una finalidad sin fin.

Es natural que en arte esta pulsión haya llevado a algo que llamamos “abstracción”, pero este impulso no es novedoso porque, vistos de cerca, en las imágenes de otras épocas, los fragmentos en detalle revelan estos gestos que siempre han estado presentes. Tal vez ahora podemos darnos el lujo de mirar de cerca, de tener esa mirada microscópica que entraña un placer gestual, visual, y que goza de una música extraña que lleva a ese estado libre, intenso, sin objetivos precisos, donde es posible pasar del mundo como narración al mundo como yuxtaposición, sin iconos y símbolos la música de un espacio de signos cambiantes, contingentes, ambiguos, incluso insignificantes.

En la imagen concreta de este perro conviven de manera paralela varias fuerzas: en unas áreas el cuadro está completo y en otras aparenta estar inacabado; tiene tanto de descripción, por ejemplo, en la costura del bozal y su carácter raído, como de sugestión, el mismo tratamiento del bozal sugiere una descomposición mayor, un microcosmos de hilos, una ruina orgánica. La imagen no se define entre ser un dibujo o una pintura, las manchas y los chorreones líquidos contrastan con la precisión de algunos bordes, a veces hay volumen y a veces solo trazo; a esto se suma la ausencia de un fondo, solo hay blanco y una cuadrícula que da una noción de orden, de continuidad, de método, un contrapunto para este inmenso y ominoso manchón.

En la exposición se pueden encontrar repasos escolares a la obra de Van Gogh o ejercicios académicos sobre Rembrandt, también emulaciones al método de zonas y detalles de los retratos de Chuck Close, y bocetos y pinturas sin figuras, todo un vademécum de experiencias que sirven para inventariar un lenguaje y que le dieron a la mano de Daniel Segura firmeza y confianza para lograr el estado físico que demandó hacer esta obra tan “entera”.

Si la patria del gesto no basta, se le pueden sumar a esta obra singular de la serie Embozalados otros relatos, por ejemplo, que su gesto certero e intenso está ligado a un ojo agudo, penetrante; a una mirada compleja, alimentada día a día. Daniel Segura hizo esta composición inspirado en el siempre vigilante sistema de seguridad de la universidad privada donde él estudio arte. En esta obra, que fue la pieza casi única que definió su proyecto de grado, trabajo durante un año y así la describió él mismo: “El “aparato” de vigilancia crea desasosiego, ciertas formas del miedo. Hay una tensión latente que pareciera siempre a punto de explotar. El bozal del perro es amenaza contenida. El perro es la cara más brutal de la vigilancia privada y pública. Al ser el perro un arma viva, nos remite a lo más descarnado de la seguridad.” Es claro, fidelidad a la vida antes que nada, a lo que Daniel Segura vio día a día en la universidad, pero una vez comenzó a trabajar en esta pieza fue la fidelidad a la imagen lo que primó, y así creó una pieza poderosa que no para de inquietar, que resulta aun más monstruosa en su impavidez, en lo que oculta el bozal, en su expresiva forma pero remota austeridad, en la mirada frente a frente, entera, con el animal.

Retrato del Artista Universitario

El camino para llegar a la sala de exposiciones de arte de la Universidad de los Andes está lleno de trámites y recovecos: hay que entrar por la portería del Edificio W, hacer fila, responder preguntas al personal de seguridad, entregar un documento, posar para una foto y pegársela sobre la ropa, subir al piso sexto por el ascensor, caminar hacia Monserrate por el puente, por el sendero a la izquierda hasta un edificio que fue una capilla, rodearlo a la derecha, subir por unas escaleras rojas de madera hasta la puerta del espacio de exposiciones. Y ahí, en una sala de modestas dimensiones y pocos visitantes, está la exposición Daniel Segura Bonnett (1983-2011). Dibujos y pinturas.

El joven artista murió a los 28 años, estudiaba en Nueva York, se lanzó al vacío desde un edificio. Antes había terminado arte en la universidad donde ahora expone. Su paso por este lugar también tuvo sus trámites y recovecos. En los primeros semestres se retiró porque, aunque le gustaban algunas clases, consideró que había poco énfasis en lo técnico. No desestimaba las materias donde picoteaban las canteras de Bajtín, Barthes, Benjamin, Berger, Bürger y compañía, pero sentía que mientras el arrume de fotocopias crecía, el tiempo para el ejercicio manual disminuía; los silogismos verbales que refinaban su capacidad crítica parecían sustituir el aprendizaje silencioso que da la experiencia, pasaba más tiempo leyendo sobre arte, haciendo trabajos y ejercicios para clases de arte, que viendo o haciendo arte.

Entonces viajó por un tiempo y encontró una escuela donde vio cursos de técnica, mucha técnica. Pasó de una ficción, la de la formación teórica y la experimentación dispersa, a otra, la del más crudo y monótono academicismo, la academia militar de la forma. Cuando se dio cuenta de que ya había ganado el virtuosismo suficiente reconoció que necesitaba un combustible más complejo. Decidió terminar lo comenzado, regresó a Bogotá, a la Universidad de los Andes. Pero puso un pié en arte y otro en arquitectura, tal vez buscando mantener la distancia. Aun así, Daniel Segura encontró algunos profesores que lo tentaron de nuevo a estudiar de lleno arte, profesores que entendían que la forma de pensar en arte es haciendo arte, sin disociar forma y contenido. «Los pintores no deben meditar sino con los pinceles en la mano», advierte Balzac en La obra maestra desconocida.

Como proyecto final de grado propuso un libro, una suerte de diario, un collage editorial capaz de «crear un tejido de asociaciones implícitas». Ahí organizaría su reflexión a partir de ciertos elementos claves que le venían rondando la cabeza. Los puso en un mapa de palabras: «amenaza, vulnerabilidad, perro, vigilar-vigilante, miedo, poder, privado, paranoia, máscara, público, víctima-victimario, cautela, dualidad, barrera, pintura, dibujo, castración, mirada… »

El mapa de ese diario de asociaciones estaba circunscrito al espacio de la universidad, antes ya lo había hecho desde la arquitectura con una pintura donde retrataba uno de los nuevos «edificios inteligentes» del campus. En esa obra ya se hacía evidente la mirada crítica de Daniel Segura. Con distancia, pero a la vez con lupa, pintó un edificio empequeñecido, tal vez a la escala del afecto que genera este tipo de arquitectura aséptica que permite la circulación de estudiantes pero no propicia que se habiten o personalicen sus espacios; quizá por eso el fondo de esa pintura correspondía al color de otro hogar de paso: verde hospital.

Fue así como empezaron a aparecer en sus pinturas y dibujos los perros rottweiler del esquema de seguridad de la institución. Daniel Segura había hecho un seguimiento visual y fotográfico de años al fenómeno inquietante de los perros embozalados, buscaba una imagen que mereciera ser mostrada; los ángulos, la luz, la composición, el marco justo que realzara una escena turbadora pero subrepticia.

El acto de concentrarse en el animal hizo que olvidara el proyecto del libro y prefiriera yuxtaponer a narrar; pasó a recortar y recomponer las fotos para traducirlas a dibujos y pinturas, las usó de material plástico y sin replicar el automatismo de la fotografía, privilegió la sugestión sobre la descripción. Las variaciones alrededor del bozal y la mirada del animal retrataban rasgos amplios como la fiereza o la firme sujeción, pero también detalles: un amarre suelto o el ángulo de una mirada. Daniel Segura reprodujo los perros sin un afán de totalidad, zonas donde no cabía un trazo adicional contrastaban con otras donde el contorno era apenas sugerido, en un misma imagen se podían ver la magia y el truco a la vez; generaba efectos de luz, sombra y textura pero evitaba el efectismo. El joven artista supo mantener la tensión entre dibujo y pintura, evitó deliberadamente crear y creer en la ilusión de una totalidad. «Si yo pinto a mi perro exactamente como es, naturalmente tendré dos perros, pero no una obra de arte», dijo al parecer Goethe alguna vez.

El proyecto inicial contemplaba una pintura grande que equiparara la pintura a una proyección de video, como cuestionando el que los pintores ya no se atrevieran a mostrar una sola pieza y de grandes dimensiones. La discusión se centró en el mito romántico de la obra maestra, una mitología que era necesario revalidar a la luz del espíritu de estos tiempos en que acogemos sin reservas la modestia y desconfiamos de la ambición.

Daniel Segura trabajó a partir del retrato frontal de la cabeza de un perro estático y embozalado, calculó la proporción del formato, compró un bastidor de 1.94 x 1.70. metros que templó con una tela inmensa y por un año entero trabajó en ella usando casi solo color negro.

Un año entero se entregó este artista a trabajar un fragmento como una totalidad. Se trata de un detalle del animal, la ínfima sección de una escena cotidiana, una fracción de segundo en una mirada amenazante que convertida en símbolo ambiguo se abalanza desde la negrura del lienzo para cuestionar al espectador. Se trata de un gesto estudiado y trabajado. Una respuesta a señales inconexas que Daniel Segura recogió en la coherencia de su mirada crítica. Una mirada que hoy queda como la parcela más visible de una obra completa, de una vida completa, en su vehemencia y profundidad.

La hoja del proyecto escrito que acompañaba a la pintura era un texto de Thomas Bernhard, de su libro Maestros Antiguos, tal vez su novela —o «comedia», como la llamó su autor— más estética:

“Al fin y al cabo, el mayor placer nos lo dan los fragmentos, lo mismo que en la vida, al fin y al cabo, sentimos el mayor placer si la consideramos como fragmento, y qué horrible nos resulta el todo y nos resulta, en el fondo, la perfección acabada.”

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