1. Tres líneas
Los profesores jóvenes intentan enseñar más de lo que saben.
Los profesores maduros enseñan lo que saben.
Los profesores viejos enseñan lo que es posible enseñar.
2. Ensayo de un crimen
En arte es necesario ver con sospecha el uso del término investigación. Lo podemos entender como categoría, pues las categorías sirven para organizar las cosas, pero deberíamos sopesar el término cuando se usa —con toda seguridad— para decir “mi investigación consiste en…”. Efectivamente las categorías sirven para organizar las cosas, pero cuando las categorías se usan sólo para asegurar las cosas, en ese momento, le dejan de servir al arte las categorías.
Es claro el ejemplo del cuento La carta robada escrito por Edgar Allan Poe. En el relato alguien que ocupa una alta posición política ha robado una carta cuyo contenido le da poder sobre una persona de más categoría. Se supone que el ladrón ha escondido la carta en su casa para tener el documento a su alcance en cualquier momento. Un prefecto de policía da cuenta ante un espectador y otro investigador de los caminos ciegos por los que lo ha llevado la investigación que busca recuperar la carta. El prefecto les narra como ha usado todos los métodos de rigor que la lógica policial le indica para hacer su investigación y cómo en la búsqueda de la carta ha tomado las precauciones habituales para mantener la objetividad y no ponerse en evidencia. Con gran sigilo los muebles, el suelo, los libros y cualquier posible escondite en la casa del ladrón ha sido escudriñado con nulos resultados, inclusive el cuerpo del ladrón ha sido objeto de una requisa mediante el artificio de un falso atraco. En éste momento Auguste Dupin, protagonista del cuento de Poe, demuestra interés por el caso. Luego de ser informado sobre el estado infructuoso de la investigación, Dupin dice:
“Cuando más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de [el ladrón que robó la carta], en que el documento debía hallarse siempre a la mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad, proporcionada por el prefecto, de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el [ladrón] había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: no ocultarla.”
Y en un encuentro posterior, para asombro del espectador y del prefecto de policía, Dupin cuenta como se hizo cargo de la investigación y ha encontrado la carta en un tarjetero puesto encima de la repisa de la chimenea de la casa del ladrón y que estaba “dividido en tres o cuatro compartimentos y con cinco o seis tarjetas de visitantes”. La carta, parcialmente a la vista, había sido arrojada ahí con descuido, “casi se diría que desdeñosamente”, anota Dupin.
No se usa éste ejemplo para abogar por un arte de lo obvio o adentrarnos en un oscurantismo de lo ilógico, o para plantear una moraleja sobre la visión, hacer un manifiesto retinal o un llamado grandilocuente a un mutismo verbal que se enconcha en el arte por el arte. Se menciona éste cuento para no obviar la atención por el detalle y hacer notar cómo el prefecto de policía en su investigación no ve la carta.
La férrea lógica investigativa de los representantes de cierta ley académica los lleva a ignorar la forma y favorece que los diálogos sobre la obra de arte se traduzcan a un estrecho formato discursivo; más que diálogos hay un monólogo monótono, más que voces surge un espectro autoritario que hace de lo académico una fantasmagoría. Para la investigación en arte se usan muchos hábitos que fueron prestados con afán por otras disciplinas y que consideran imprescindible un uso —casí atávico— de marcos teóricos, fuentes primarias y secundarias, citación excesiva y extensas bibliografías. De ésta manera se confeccionan abultadas investigaciones que se comportan de acuerdo al rigor de la dictadura ideológica del momento y que son útiles para aumentar los índices de producción de estudiantes, profesores, grupos de investigación y unidades académicas de las universidades. También, de ésta forma, todo investigador obtiene un aval metodológico que hace que todo lo que diga fluya bajo una apariencia de objetividad, finalidad y fundamento; y de ésta manera la frase “mi investigación consiste en…” no sólo afirma que el investigador ha hecho bien su trabajo sino que libera su conciencia de la culpa que produce hacer “algo” sin una finalidad específica y que es producto de una práctica ociosa y creativa —para muchos, el único argumento que les hace llevadera la vida es un puritano “trabajar, trabajar y trabajar”. Es común ver como día a día se forman grupos de investigación que se inscriben en áreas relacionadas con la estética, la historia o la teoría del arte y que a pesar de ostentar una capacitación académica —especializaciones, maestrías, doctorados— son incapaces de pasar de las buenas intenciones propias de un sistema ético a hechos estéticos —actos donde se pone en juego lo que se sabe. Cómo queda claro en el cuento de Poe, la lógica policial, o cierta lógica académica, revela un vacío en la sensibilidad de éste tipo de investigadores y al momento de buscar “algo” entre los recovecos de sus investigaciones el lector sólo verá frases que han logrado adquirir el tono de la época y las exterioridades del buen trato; especie de agregados de espuma que fluctúan a merced de las más caprichosas y zarandeadas opiniones; pero no bien se sopla en ellos para probarlos, las burbujas se desvanecen al instante (Hamlet).
El arte para ser aceptado como disciplina dentro de la universidad —en su trasteo de las escuelas de artes y oficios a los programas académicos— tomó los instrumentos de trabajo de otras áreas y los adaptó a exámenes de admisión; secuencias de materias; balances entre práctica, historia y teoría; sistemas de evaluación; proyectos de grado y tesis. Inicialmente éste podía ser un proceso mimético de camuflaje, casi de supervivencia, y apenas lógico pues, como lo dice Elías Canneti en su texto Karl Kraus, escuela de resistencia, “con instrumentos prestados se penetra en la tierra, que también es prestada y extraña, porque es de otros.” Pero ésta labor de imitación ya no basta y ha llegado el momento de atreverse a pensar el término investigación a la luz de la veracidad que han planteado algunas pequeñas excepciones o casos excepcionales —similares a la experiencia veraz del investigador Dupin— que irrumpen de una manera feliz dentro de la vida cotidiana de los programas de arte de las universidades; un caso puede ser una conversación, una crítica, una polémica, un proyecto de grado, un texto, una conferencia, una publicación, una serie consistente de materias, un cruce de disciplinas, etcétera… Finaliza Canneti, “de repente se ve uno ante algo que no conoce y se asusta y tambalea: es lo propio. Puede ser poco, un maní, una piedra pequeña, una picadura venenosa, un olor nuevo, un sonido inexplicable o una oscura y extensa arteria: si tiene el valor y la prudencia de despertar de su primer sobresalto, de reconocerlo y nombrarlo, empieza su verdadera vida.”
Es importante señalar que Poe nunca nos revela en su cuento el contenido de la carta y, a pesar de ser un narrador casi omnisciente que señala con detalle donde está cada cosa, es capaz de no ceder ante cierta incontinencia verbal que afecta a muchos escribidores; algunos aspectos del contenido de la carta se mantienen, sin remedio, en una zona de misterio (aunque Dupin hace “algo” adicional: no solamente recupera la carta sino que la reemplaza por otra que contiene una crítica ingeniosa y que se pone en juego en condiciones de igualdad con el acto criminal que enfrenta). Otro investigador, o escritor llamado Hermann Melville, en un voluminoso libro, que es un “vademécum” de tonos, modos narrativos y formas de investigación, da cuenta también de su labor y con valor y prudencia describe los límites a los que su arte lo somete:
“Cuanto más examino ésta cola poderosa, tanto más deploro mi inhabilidad para expresarla. A veces tiene ademanes que, aunque embellecerían la mano de un hombre, son totalmente inexplicables. En una manada poderosa, éstos gestos místicos son tan notables que a algunos cazadores les parecen semejantes a los signos y símbolos de los masones, y así sostienen que la ballena habla de este modo inteligible con el mundo. De otros movimientos es también capaz el cuerpo de la ballena, llenos de extrañeza e inexplicables para sus más experimentados cazadores. Es inútil que intente disecarla: no puedo ir mas allá de la piel; no la conozco ni la conoceré. Pero si no conozco siquiera la cola de esta ballena, ¿cómo he de entender su cabeza? Y más aun, ¿cómo he de comprender su cara, cuando no tiene cara? ‘Verás mis partes posteriores, mi cola —parece decirme—, pero la cara, no podrás vérmela’, Pero tampoco puedo ver bien sus partes posteriores y no se que entiende la ballena por su cara. Repito que, para mi, no la tiene”.
—Moby Dick.
3. “¡Tan rico que es hacer arte!”
“Vanidad de vanidades, vanidad de vanidades, porque todo es vanidad”
Una cosa. Una obra. Hacer y mostrar. El problema siempre va a ser mostrar. Hacer también es un problema, pero hacer corresponde a un lugar donde el talento y cierta disposición a la soledad son los máximos responsables. La labor del artista es hacer y es en este terreno donde él es único responsable. El público expresa una y otra vez la admiración que siente por hacer pero el artista sabe que esa euforia se debe más a una naturalidad aparente en el talento que a la facilidad que supone hacer una cosa. Hacer es una apuesta donde la duda y la certeza están todavía dentro de los cálculos de un solo pensador: mostrar es permitir que otros hagan esos cálculos, no solamente otros espectadores —el espacio en que se muestra y el tiempo de la muestra también piensan la obra—. Mostrar evita que lo privado colonice la mente pues el artista podría llegar a pensar que se puede hacer algo a partir de nada. Mostrar demuestra que nada es privado y que el artista tiene la posibilidad de desaparecer. Mostrar permite al hacedor ser espectador de la obra que ha hecho y hacer lecturas que la seguridad del estudio no permite. Mostrar indica que no todo lo que se hace es para mostrar y que bajo el filtro de una exposición es posible diferenciar ambos actos y dar a cada uno el tratamiento y las expectativas que merecen. El hacedor en su estudio hace y piensa que hace una obra, pero lo único que hace es un objeto: mostrar es jugar con la posibilidad de convertir ese objeto en obra. Hacer y mostrar. Una cosa. Una obra.
(Gran confusión entre hacer y mostrar causan los centros que confían en la enseñanza del arte. Los alumnos inmersos en un mar de deberes académicos no tienen tiempo para hacer pues todo lo que hacen, lo hacen para mostrar. Cuando los alumnos dejan de ser alumnos y ya no tienen que mostrar, la mayoría deja de hacer.)
“Yo más bien he huido siempre del menor riesgo, y es por eso que tal vez nunca me decidí a publicar, a correr ese peligro infinito de una aventura literaria que presentía que podía contener no sé qué simientes de una peripecia realmente siniestra.”
El Arte de desaparecer
—Enrique Vila Matas
4. Error
La mayoría de programas que se usan para hacer tareas en un computador tienen una acción llamada deshacer que permite eliminar las consecuencias del último acto que se ha hecho sobre un documento. En algunos programas esta acción se puede aplicar sucesivamente hasta retornar al estado virginal donde todo comenzó. La función de la acción deshacer es permitir que en el documento final no quede el menor rastro de error.
Es cada vez más frecuente encontrar estudiantes de arte que ante las demandas de la imaginación respondan con la siguiente frase: “no se que hacer”.
Una manera de posicionar el arte en lo académico consiste en anteponer lo que es pensar a lo que es hacer, ignorando que en arte hacer es una de las maneras de pensar. Como consecuencia de lo anterior son muchos los estudiantes de arte que han adquirido la costumbre de pensar excesivamente y de hacer poco; es como si se hubieran habituado solamente a leer, sin llegar nunca a pensar que ellos son lectores que escriben y no lectores que únicamente leen (un estudiante de arte es un lector con talento para escribir). Este manera mecánica de ver lo académico forma un estudiante más juicioso que inteligente, que asume lo creativo como la ejecución de una serie de acciones técnicas que ineludiblemente conducen a una respuesta: la obra de arte es la solución a una ecuación o la ilustración de una teoría. Este procedimiento puede ser útil para ciertas áreas o inclusive para ciertas obras, pero no es afortunado para todas las áreas y todas las obras. La más grave consecuencia de esta manera de razonar es que apenas el estudiante detecta una fisura en la “construcción teórica” que fundamenta su obra, el hacedor asume la paradoja como un error y ante el temor a equivocarse (o a sacar mala nota) prefiere no hacer, o comienza a deshacer hasta que termina por retornar al estado inicial donde todo empezó; lo que sigue es decir: “no se que hacer”.
El efecto deshacer excluye el error, excluir el error en arte es un error. Un estudiante de arte esta en la universidad para cometer errores, no para pensar que puede deshacer lo que ni siquiera ha sido hecho.
(Leer lo anterior como un ataque a los computadores o como un rechazo a la teoría implica una falta de trabajo que recae en el escritor por comunicar sus propósitos de manera ambigua o en el lector por querer reemplazar una ficción, la de lo académico, por otra, lo de lo no académico)
5. Sobre carteros y profesores
“No hay gusto artístico más mediocre que el de los profesores. Los profesores echan a perder ya en la escuela primaria el gusto artístico de los alumnos, les quitan desde el principio a los alumnos el gusto por el arte, en lugar de aclararles el arte y especialmente la música y convertirlos en una alegría para sus vidas. Pero al fin y al cabo los profesores no son sólo, en lo que al arte se refiere, los obstaculizadores y los aniquiladores, los profesores, al fin y al cabo, han sido siempre en fin de cuentas los obstaculizadores de la vida y de la existencia, en lugar de enseñar a los jóvenes la vida, de descifrarles la vida, de hacer de la vida para ellos una riqueza realmente inagotable por su propia naturaleza, la matan en ellos, no escatiman nada para matarla en ellos. La mayoría de nuestros profesores son criaturas miserables, cuya tarea en la vida parece consistir en echar el cerrojo a la vida de los jóvenes y, en fin y final de cuentas, convertirla en una horrible deprimición. Al fin y al cabo, a la profesión de enseñante sólo acuden las pequeñas cabezas sentimentales y perversas de nuestra clase media.”
Maestros antiguos
—Thomas Bernhard
Había un vez un proyecto de correspondencia llamado Punto de encuentro. La idea surgió a raíz de una iniciativa de una universidad de ofrecer uno de sus espacios para la realización de una exposición conjunta donde estuvieran presentes los estudiantes de los departamentos o facultades de arte de una ciudad.
La propuesta quería aprovechar los elementos comunes entre “estudiante”, “universidad” y “arte” para crear una red de correspondencia que asumiera la acción y el efecto de corresponder o corresponderse. El sistema de comunicación sería el correo postal para que los estudiantes de diferentes universidades se escribieran cartas. Antes de escribir se sugería pensar en las condiciones propias del medio, sus elementos físicos –la carta, el sobre, el sello— y su relación con la letra escrita o la dimensión de este objeto en el tiempo —la lentitud del correo postal en contraste con la inmediatez del correo electrónico–.
En cuanto al contenido de las cartas no se imponía un tema específico, se asumía que por lógica los elementos comunes entre los corresponsales irían surgiendo: “estudiante”, universidad” o “arte” inevitablemente serían interpretados en las cartas. Hasta este punto el proyecto recaía en los estudiantes y en la capacidad de los coordinadores de cada universidad para organizar la información, sobre todo mediar el cruce de direcciones, y luego confiar en que algo iba a pasar. No era indicado forzar la correspondencia entre los estudiantes con mandatos específicos, pues el diálogo, si ocurría, debía darse al ritmo del intercambio de las cartas y no por el cumplimiento de una agenda preestablecida. Cada estudiante recibiría tres direcciones de estudiantes de otras universidades y eso le debería bastar para comenzar a escribir. Se propuso una fecha límite para hacer una exposición donde las cartas serían expuestas y tal vez algunas secciones ampliadas para resaltar aquellos cruces donde se había dado una correspondencia. Como última recomendación se recordaba escribir pensando en un lector desconocido.
El primer síntoma de que algo extraño estaba pasando con el proyecto fue cuando algunos de los estudiantes escogidos comentaron que habían recibido unas cartas donde el corresponsal no daba la sensación de estar dirigiéndose a ellos, los lectores, sino a una agenda impuesta de antemano por algo o por alguien que parecía ser una teoría o un profesor: las cartas recibidas parecían obedecer a un postulado que les exigía hacer una descripción específica, algo así como “descríbete a ti mismo de una manera creativa” o “plantea una deriva por la ciudad” (o “deviene en rizoma” como lo describía un alumno); el caso es que la base de la cual partía el ejercicio se vio afectada, pues el diálogo entre dos personas llegaba intervenido por un tercero. Esto hizo que el lector de esas cartas perdiera interés en el proyecto, pues más que una correspondencia lo que ahí se establecía era el cumplimiento de una tarea, que en aras de hacer explícita una agenda, convertía las cartas en ilustraciones de una teoría o de un mandato. Afortunadamente esto no se dio en todas las ocasiones y dentro del conjunto de toda la correspondencia hubo casos que lograron ignorar “ese ruido”; los diálogos entre algunos de esos estudiantes fueron generosos, no solamente para los corresponsales, sino para todo aquel que se acerque al cruce de esas cartas.
Otros factores que también alteraron el proyecto fueron en menor escala el desorden en la coordinación y en mayor grado la incompetencia a la que ha llegado el servicio postal; muchas cartas nunca llegaron a su destino. La actividad del cartero, más que una profesión, se ha convertido en un empleo temporal que con una mala paga apenas permite hacerle el quite al desempleo, esto crea un notorio desinterés por el destino de los envíos y hace que entregar una carta al servicio postal produzca la misma aprensión que confiar el cuidado de un niño rollizo a un caníbal: “¿Qué ha pasado con los carteros?”
La base de este proyecto no es nada nueva, el género del arte postal puede referirse a cualquier acto epistolar donde cierto talento artístico se haya hecho manifiesto; lo que si es notorio es la inmadurez del aparato académico de la enseñanza del arte para confiar en la inteligencia de todo estudiante y pensar que un adoctrinamiento teórico va a garantizar “la calidad del producto”. Un mensaje que podía ser tan normal y sencillo como escribir o recibir una carta se convirtió en un gran evento donde algunos enseñantes dieron clara muestra de los efectos dañinos que produce un uso trivial o excesivo de la teoría; algunos docentes piensan que para ganarse la vida tienen que dar muestra de un virtuosismo retórico capaz de someter todo acto o idea a la explicación de un credo teórico que ha de ser comprendido por el alumno; a veces con indicar un espacio útil para la creación y confiar en el talento de los estudiantes debería bastar, el resto es ruido.
“Entendamoslo bien y, para eso, expulsemos de nuestra mente las imágenes conocidas. El [maestro] atontador no es el viejo maestro obtuso que llena la cabeza de sus alumnos de conocimientos indigestos, ni el ser maléfico que utiliza la doble verdad para garantizar su poder y el orden social. Al contrario, el maestro atontador es tanto más eficaz cuando es más sabio, más educado y más de buena fe. Cuanto más sabio es, más evidente le parece la distancia entre su saber y la ignorancia de los ignorantes. Cuanto más educado está, más evidente le parece la diferencia que existe entre tantear a ciegas y buscar con método, y más se preocupará en substituir con el espíritu a la letra, con la claridad de las explicaciones a la autoridad del libro. Ante todo, dirá, es necesario que el alumno comprenda, y por eso hay que explicarle cada vez mejor. Tal es la preocupación del pedagogo educado: ¿comprende el pequeño? No comprende. Yo encontraré nuevos modos para explicarle, más rigurosos en su principio, más atractivos en su forma. Y comprobaré que comprendió. Noble preocupación. Desgraciadamente, es justamente esa pequeña palabra, esa consigna de los educados —comprender— la que produce todo el mal. Es la que frena el movimiento de la razón, la que destruye su confianza en sí misma, la que expulsa de su propio camino rompiendo en dos el mundo de la inteligencia, instaurando la separación entre el animal que busca a ciegas y el jóven educado, entre el sentido común y la ciencia.”
—El maestro ignorante
Jacques Ranciere
6. Los ejercicios perfectos
En una parte del libro 2066 el escritor Roberto Bolaño muestra a un hombre —académico, literato, de unos cincuenta años— que recuerde una conversación con un jóven farmacéutico interesado en la literatura:
“¿Qué clase de música le gusta?, preguntó Amalfitano. La música clásica, maestro, Vivaldi, Cimarrona, Bach. ¿Y qué libros suele leer? Antes leía de todo, maestro, y en grandes cantidades, hoy sólo leo poesía. Sólo la poesía no está contaminada, sólo la poesía está fuera del negocio. No sé si me entiende, maestro. Sólo la poesía, y no toda, eso que quede claro, es alimento sano y no mierda.
La voz del joven Guerra surgió, fragmentada en esquirlas planas, inofensivas, desde una enredadera, y dijo: Georg Trakl es uno de mis favoritos.
La mención de Trakl hizo pensar a Amalfitano, mientras dictaba una clase de forma totalmente automática, en una farmacia que quedaba cerca de su casa en Barcelona y a la que solía ir cuando necesitaba una medicina para Rosa. Uno de los empleados era un farmacéutico casi adolescente, extremadamente delgado y de grandes gafas, que por las noches, cuando la farmacia estaba de turno, siempre leía un libro. Una noche Amalfitano le preguntó, por decir algo mientras el joven buscaba en las estanterías, qué libros le gustaban y qué libro era aquel que en ese momento estaba leyendo. El farmacéutico le contestó, sin volverse, que le gustaban los libros del tipo de La Metamorfosis, Bartleby, Un corazón simple, Un cuento de Navidad. Y luego le dijo que estaba leyendo Desayuno en Tiffanys, de Capote. Dejando de lado que Un corazón simple y Un cuento de Navidad eran, como el nombre de este último lo indicaba, cuentos y no libros, resultaba revelador el gusto de este joven farmacéutico ilustrado, que tal vez en otra vida fue Trakl o que tal vez es ésta aún le estaba deparado escribir poemas tan desesperados como su lejano colega austriaco, que prefería claramente, sin discusión, la obra menor a la obra mayor. Escogía La Metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escojen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra todo aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.”
7. La pintura y la imagen (diatriba)
“La forma no es la expresión del contenido, sino su poder de atracción”
—Conversaciones con Kafka / Gustav Janouch
Praga, septiembre 4, 1906. Animado por un cartel que, con un balde de pintura, anunciaba una exposición de estudiantes de pintura, asistí a ver pinturas. Al llegar al lugar de la muestra, un galpón, con paredes blancas y buena luz, vi que había llegado tarde: la exposición había terminado y en la pared los espacios irregulares entre pintura y pintura eran señal de que ya muchos cuadros habían sido retirados de la exposición. Me animé a ver lo que había que ver, y esto fue lo que vi: vi muchas imágenes, pero grande fue mi decepción, no había casi pinturas. ¿Habrá que decir que el mundo esta lleno de imágenes? ¿Qué basta el compendio que hace cualquier revista ilustrada de periodismo semanal para ver, en un periodo de cinco minutos, más imágenes que las que pudo haber visto cualquier campesino medieval durante toda su vida?¿Qué si lo que se quiere es hacer imágenes, no solamente se tiene que recurrir a la vieja y noble pintura, sino que ahora, en este día y hora, hay otros medios para la creación? No, no hay que decir todo eso; eso ya lo sabemos, lo que pasa es que hay que repetir todo eso porque somos porosos, oportunistas y hasta ávidos para el olvido; y a veces, románticos por naturaleza, atávicos por costumbre, rápidos para el autoengaño, y por fortuna, mentirosos. A todos nos han regalado una cajita de cartón con óleos chinos y un marco de lienzo con lona mezquinamente imprimada de blanco; a todos nos dieron un libro de alguno de los maestros antiguos y a todos nos han preguntado “¿y usted, señor artista, díganos qué cosas pinta?”. Y por supuesto que pintamos cosas, solo que ahora lo podemos hacer de otras maneras, y lo hacemos con el cinematografo y con acciones (por ejemplo, un señor pintaba el cuerpo de mujeres preciosas de púrpura y las recostaba contra un cuadro como si fueran un sello), o lo hacemos con la pinta: y tenemos pinta de hombres de gusto y somos grandes y pequeños teóricos, y somos críticos y escogemos obras con el mismo criterio de un pintor que escoge colores para ponerlos sobre un lienzo. Y es este obrar el que me interesa: ese acto de poner color sobre una superficie y luego ver las variaciones que este ejercicio produce, porque eso fue lo que casi no vi en la exposición de los estudiantes de pintura, no vi conciencia de la acción de usar la pintura para hacer imágenes a través de la pintura: usar un pincel (o algo parecido) y de manera —rápida o lenta, precisa o casual— hacer una capa de un color —gruesa o delgada— sobre una superficie. Muchos me hablaran de técnica, de que largo es el camino y de que bastante les falta a nuestros estudiantes para llegar a una de esas metas que indican los logros que justifican la existencia de nuestras escuelas de arte, pero el asunto no es por ahí; el arte no es cuestión de técnica, si así lo fuera, los pintores que ilustran la infinidad de libros de aprenda a pintar serían unos genios. El oficio del arte es sobretodo una cuestión del cómo y de cómo ese como se cruza con el que, de manera que en una obra terminada ya no se puedan separar el que del como. Y si hablamos de pintura, hay que partir de tener ideas y que esas ideas necesiten específicamente de la pintura para poder ser pintadas; que ese que de las ideas demande, pida y exija cosas que solamente se dan en el como de la pintura; y al final, lograr una pintura donde esos detalles propios del como, es decir esos giros específicos al lenguaje de la pintura, estén ahí. Todos esos detalles, como lo pueden ser también esos detalles propios del cine o propios de la música, que son intraducibles a otros lenguajes y que por su carácter único justifican la existencia del medio al que pertenecen; es por eso que no se puede decir que “la pintura esta muerta” pues en la pintura se dan cosas que solamente se pueden dar en la pintura, un algo material que no se consigue con ninguna otra cosa y que precisamente es lo que da vitalidad y hace necesario a un medio; prueba de que ese algo es específico a la pintura, es la risa o insuficiencia que producen todas esas expresiones que intentan reemplazar con palabras los actos de la pintura y donde uno no sabe que hacer, si llorar o reír, al oír que “una veladura es poética” o que “el gesto violento de la pincelada es muestra de una gran contundencia estilística”. Pintar es un reto, por supuesto que lo es; en un mundo donde todo es diseño y donde todos podemos emitir juicios sobre diseño, las torpezas de lo manual son cada vez más evidentes y pareciera que la única manera de justificar lo manual es haciendo evidente la torpeza (pero —¡cuidado con generalizar!— hay torpezas de torpezas: por ejemplo, hay una torpeza apologética, que es culposa y acomodada, y que compensa su falta de imaginación con cinismo y que dice “yo pinto mal para poner en evidencia la mala pintura” y hay otra torpeza, una torpeza magistral, que sabe que lo suyo no es copiar sino interpretar). Ante la posibilidad que da un máquina para eliminar el error o ante el encantamiento que provee el discurso para esconder la obra justificándola mediante un arrumaco teórico o un anecdotario sentimental, la pintura es inmensamente vulnerable: un cuadro es un momento y ya sabemos que todos estamos muy ocupados para pasar un tiempo ante algo que no se mueve o donde los errores están a simple vista. Tenemos un lenguaje pobre para hablar de pintura, lo único que podemos decir de una pintura es que es una imagen, o que es un cuadro, o hablar de lo que la imagen significa y lo que el pintor nos quiso decir con la imagen, pero entender de pintura, poco. Pensamos que lo único que se movió en una pintura fue el pintor y que más que un pintor, era alguien que quería expresarse a través de una imagen; pero de esta manera no se logra una imagen pictórica, como sucede en la mayoría de las imágenes que ví en la exposición de los estudiantes de pintura: se hacen imágenes pero estas no necesitan de la pintura para ser lo que quieren ser. Tal vez alguien estaba tomando una clase de pintura y ahí le hablaron de sentimiento, de política, de cómo los carteles nos bombardean con imágenes, y de toda una serie de buenas intenciones, pero rara vez de pintura; pero repito, cuando hablo de pintura no es de técnica, no es un profesor hablando —solamente— de espacios negativos, poniendo ejercicios de gradaciones de color o dando trucos para la mezcla del aceite de linaza y la trementina; es sobre todo un profesor que no habla, que simplemente se limita a señalar fragmentos donde hay pintura, y donde por supuesto también hay sentimiento, política, carteles y buenas intenciones, pero sobre todo es un profesor que tiene ojo para señalar esos lugares donde hay pintura y que puede discriminar la pintura entre las imágenes; ese profesor de pintura dice muy poco con su boca y deja que su dedo señale la pintura y confía en su ojo para dictar la clase. Hoy en día, por fuera de los parámetros del comercio, o de ese embrutecimiento colectivo que todavía cree que la mano, al estar unida al pincel, produce un acto espontáneo, original y verdadero, se puede decir, sin temor a equivocarse, y sin resentimiento, que ese contrato antiguo de la pintura no es tan importante; y digo esto, sobretodo, para demostrar y dejar clara la siguiente afirmación: la pintura —con óleo, con acrílico, con pigmento, y sobre lienzo, tabla, pared, papel, vidrio o metal— es importante. Este tipo de pintura es importante, pero siempre dentro de los límites modestos que le demarcan las posibilidades de la imagen pictórica y no hay derecho, entonces, a asistir a una exposición de estudiantes de pintura y ver, eso si, muchas imágenes —tal vez lo que son es estudiantes de imagen—, pero ver tan poca pintura. (Me niego a hablar sobre las tres o cuatro imágenes que vi en la exposición y que eran pinturas, lo hago porque no me gusta hablar de pintura, prefiero señalar y para eso me tocaría estar ahí, frente a las pinturas; y si no están las pinturas, no me sirve una imagen impresa o proyectada; tal vez los autores de esas pinturas saben de que estoy hablando y comparten mi reticencia a extenderme en esta diatriba, y saben que la mejor manera de pensar la pintura es pararse frente a un cuadro pintado y, luego de ver la imagen, acercarse lo mejor posible para ver sus detalles —así suene la alarma del museo—, o irse a un estudio, coger un pincel y pensar pintando: los pintores no deben meditar sino con el pincel en la mano)
8. Contratos
“Yo no creo en la enseñanza del arte y tengo que reconocerlo. Ya sé que resulta muy duro y que algunos lo pueden tomar muy mal, pero ¿qué le puedo hacer?”
Escritos
—Eduardo Chillida
Me acuerdo de un programa de una serie de televisión que se llamaba “Paper chase”. La serie trataba de la vida académica de unos estudiantes de derecho en una universidad. El programa se emitía en los años ochenta cuando todavía había cierta demanda para este tipo de seriados: se pensaba que la televisión podía ser algo más que historias de buenos y malos, y bellos y feos.
En el programa que recuerdo pasaba lo siguiente: Charles W. Kingsfield Jr., uno de los protagonistas de la serie, que era un profesor serio, viejo, competente y agudo —pero a quien su solemnidad no lo privaba de usar, en dosis homeopáticas, un fino sentido del humor—, les asignaba, dando un plazo de dos días, un dispendioso trabajo de investigación sobre el área de contratos a los alumnos de una clase. Los estudiantes debían hacer grupos y venir a la clase del día siguiente con un anteproyecto; el profesor revisaría la propuesta de cada grupo y si la investigación preliminar era consistente, los grupos podrían trabajar en una versión final que sería entregada en la próxima clase.
Al terminar la sesión, los alumnos salieron inmediatamente hacia la biblioteca de derecho pues para poder cubrir el área de estudio que el profesor había señalado les esperaba una larga noche de lectura. Al otro día, a la clase que iba a estar dedicada a revisar el anteproyecto de cada grupo, el profesor no asistió. Todos los estudiantes estaban perplejos. Charles W. Kingsfield Jr. nunca en su vida había faltado a una clase, ni siquiera cuando se estaba recuperando de una operación de apendicitis o el día después de que su esposa había dado a luz. Tampoco lo había detenido la Gran Tormenta de Nieve del año 76 o la huelga de profesores de la universidad: el profesor siempre había asistido cumplidamente a dictar sus clases. Llamaron a su oficina y la secretaria del profesor se alarmó; la secretaria llamó a su casa y el portero del edificio lo había visto salir, como era usual, a la misma hora de la mañana (inclusive la regularidad de Charles W. Kingsfield Jr. le había servido esta vez, como muchas otras veces, para notar que el reloj de la recepción seguía, a pesar de los arreglos, descuadrado). Ante la falta de un motivo que justificara la ausencia del profesor, la mayoría de los alumnos de la clase se sintieron decepcionados y hasta indignados: sentían que la noche de desvelo y que la premura en la escritura del anteproyecto habían sido en vano; muchos de los que no habían logrado hacer una investigación consistente se sintieron aliviados, ahora contaban con un día más para elaborar mejor sus planteamientos y de esa manera poder asumir en una mejor condición la batalla que siempre significaba sustentar una idea ante una mente tan inquisitiva como la Charles W. Kingsfield Jr. A medida que estas escenas se sucedían, en el programa se insertaban secuencias de Charles W. Kingsfield Jr. paseando, en un día soleado, por la ciudad: visitaba una biblioteca a la que no iba desde sus años de estudiante, se tomaba un café, recorría el barrio donde había pasado su infancia o se sentaba en un parque y hablaba con una madre que miraba como jugaba su hija; para él todo parecía estar dentro de lo normal, una leve sonrisa y una manera de caminar reposada así lo confirmaban.
Al otro día, antes de la clase, había ruido en el salón: los estudiantes estaban a la expectativa sobre el regreso del profesor y especulaban sobre las razones que daría para justificar su ausencia. La puerta lateral del salón de clase se abrió y Charles W. Kingsfield Jr. entró a la hora señalada y comenzó a dictar la lección que estaba programada para ese día. Su lección de cátedra fue interrumpida por un estudiante que le preguntó sobre si hoy se iba a reemplazar la asesoraría que estaba programada para el día anterior. Charles W. Kingsfield Jr. dijo, sin inmutarse, que no haría ninguna asesoría y que todos los grupos debían entregar el trabajo asignado al final de la clase. No bien termino de decir esto cuando se formó una gran discusión entre los alumnos, la mayoría protestaba ante lo que consideraban una inmensa injusticia, el profesor los miraba con la misma calma de siempre; los dejó hablar por un rato y luego pidió silencio para poder hacer una pregunta: “¿Qué grupo tiene el trabajo final listo para ser entregado?”. Todos se miraron perplejos ante la obstinación y terquedad que revelaba la pregunta y las protestas no se hicieron esperar, pero nuevamente se hizo un silencio pues alguien, entre los estudiantes, había alzado la mano para responder afirmativamente a la pregunta del profesor. Era James T. Hart, otro de los protagonistas del programa. A continuación, el profesor Charles W. Kingsfield Jr. le preguntó a James T. Hart por la razón que había motivado a su grupo para entregar el trabajo finalizado. James T. Hart respondió: “Entregamos el trabajo porque era un trabajo sobre contratos, y si bien el acuerdo especificaba que usted como profesor debía hacer una revisión para aprobar un anteproyecto, también era claro que la finalidad del acuerdo verbal hecho en clase era entregar hoy un trabajo finalizado. El hecho de que usted inclumpliera con su parte del contrato no nos justificaba a nosotros para hacer lo mismo. Un contrato es un acuerdo entre dos partes y cada parte debe hacer todo lo que esté a su alcance para cumplir con el objetivo señalado”.
“Señor Hart” dice Charles W. Kingsfield Jr. “¿piensa usted que yo he incumplido con mi parte del contrato?”. En ese momento la cámara se acerca a los labios de James T. Hart y antes de que pueda decir algo, el programa de televisión se acaba.
9. Los maestros y la crítica
El Departamento de Arte de la Universidad de Wütendes (Viena) sustentó su programa académico ante las autoridades educativas del estado austriaco con la redacción de un documento oficial donde la frase “formar a un estudiante crítico” fue usada una y otra vez. El grupo de profesores de planta, que estaba encargado de la tarea de redacción del documento, encontró en la frase “formar a un estudiante crítico” un motivo conductor útil al momento de articular los propósitos, metas y objetivos del Departamento de Arte de la Universidad de Wütendes. La frase “formar a un estudiante crítico” —y la totalidad del documento de sustentación del programa académico— fueron revisados, aprobados y acreditados por las autoridades educativas del estado austriaco.
En la Universidad de Wütendes circula semanalmente una hoja donde se publican textos de miembros del Departamento de Arte. La mayoría de éstos textos han sido escritos por estudiantes del Departamento de Arte; algunos de esos textos han sido críticas escritas a la luz de problemas específicos del Departamento de Arte: ninguna de éstas críticas ha sido respondida por alguno de los profesores de planta del Departamento de Arte de la Universidad de Wütendes y menos aún por aquellos profesores que —encargados de redactar el documento oficial con que se sustentó la existencia del Departamento de Arte ante las autoridades académicas del estado austriaco— encontraron en la frase “formar a un estudiante crítico” una forma útil de redacción. Los estudiantes, ante la falta de respuesta a sus críticas, escriben poco y poca es la crítica que se forma en el Departamento de Arte de la Universidad de Wütendes.
10. El problema de la notas (o el arte de calificar arte)
El matrimonio entre arte y notas que se ha oficiado en todos los departamentos o facultades de arte de las universidades no ha sido una relación feliz o estable. Así lo atestiguan, semana tras semana, las quejas que los estudiantes de arte envían a los coordinadores académicos y que estos a su vez remiten para discusión a los consejos de profesores de arte.
Es común que los estudiantes de arte que se consideran afectados por una mala calificación recurran a los reglamentos para sustentar sus casos y, con gran conocimiento de la letra menuda de la ley, exijan un cambio en la nota final: el profesor, de acuerdo al numeral xxx de la norma xx, no entregó las notas en la fecha x; el profesor cambió o equivocó el porcentaje en la asignación de notas; el profesor no respondió a tiempo a x y xx solicitudes, etcétera. Por lo general las quejas están bien sustentadas y son producto de una lectura ávida de los textos de los reglamentos y de los criterios de calificación de los programas de clase (ésta lectura tan atenta a las tediosas parrafadas de los intrincados textos jurídicos ha mostrado la reserva potencial de una capacidad que se consideraba escasa: los estudiantes de arte son capaces de leer —cuando quieren— los textos más abstrusos con una gran voluntad de interrogación y apropiación).
Por el lado de los profesores de arte, son bastantes los que, ante la evidencia, admiten haber cometido una infracción formal. Sin embargo, son ellos los que argumentan que el interés detrás de las refutaciones de los estudiantes de arte proviene de un descontento que obedece más a un conflicto de opiniones que a un incumplimiento de las reglas. Los profesores de arte argumentan que los estudiantes de arte buscan cambiar sus notas finales sustentando en los formalismos del reglamento lo que fueron incapaces de sustentar mediante una forma, un texto o un pensamiento. Es usual que el profesor cuestionado recuerde haber tenido una o varias conversaciones con el alumno en cuestión y afirme haber explicado los problemas que veía y dejado en claro una discrepancia de opinión. Pero al momento de mostrar pruebas los profesores de arte argumentan que como todos esos diálogos se dieron en el aire, de ello no quedó el menor registro, y ahora, ante la falta de evidencia, es la palabra del profesor contra la del estudiante. Pero la ley es la ley y al cuestionamiento que hace el estudiante no le sirve el valor de una nota final sino que demanda pruebas concretas: una o o dos notas no son suficiente, pues estos indicadores no permiten saber si el profesor de arte fue claro o no, si tartamudeó o no, si estornudó o no, si señaló o no, si dijo algo o no, o si hubo algo que el estudiante, como lo dicen algunos profesores con un aire de suficiencia, “no comprendió”. Ante la ley el diálogo entre el estudiante de arte y su profesor de arte se pierde en ese misterio y panacea que los publicistas y periodistas llaman comunicación, y ante la denuncia concreta del estudiante de arte —que demuestra con minucias legales el incumplimiento formal por parte del profesor de arte— no queda más que retroceder y volver a calificar (dura lex sed lex).
Cada caso es cada caso, pero lo anterior, de manera esquemática, describe una situación cada vez más frecuente y que irá creciendo a medida que los prestamos y becas dependan de las notas, o que el costo de las matrículas se incremente y tanto los alumnos de arte como sus proveedores quieran hacer una relación económica entre la nota, la educación y el costo (esta haciendo carrera el mote de “clientes” para los estudiantes).
¿Qué hacer? Una opción para los profesores de arte puede ser la de, además de conocer el reglamento a la perfección, dedicarse a coleccionar acuciosamente toda una serie de evidencias que den muestra de las conversaciones que hubo con el alumno durante el semestre. Esta opción hará que la próxima vez que un profesor de arte vaya a hablar con un estudiante, el acto sencillo del diálogo se vea mediado por una infinidad de instrumentos cuyo fin sea el de producir pruebas o documentos: micrófonos, cámaras de video de alta definición, detectores de mentiras, mecanógrafos, básculas, sondas y termómetros. Y junto a los registros que produzcan estos aparatos será de rigor adjuntar una declaración juramentada de ambas partes, estudiante y profesor, donde coincidan en una nota que corresponda a la calificación del diálogo que se dio. En caso de que los aparatos de registro no se encuentren funcionando, o que un encuentro fortuito entre el alumno y el profesor se de por fuera del alcance de la tecnología, lo mejor será ignorarse mutuamente. Si al final de las clases no se llega a un acuerdo en la nota, cada parte estará representada por un grupo de abogados que negociaran las diferencias de opinión o que irán a un tribunal de arbitramiento. Tal vez, en un futuro cercano, el progreso tecnológico, que lo hace todo más delgado y más ligero, liberará a los estudiantes y a sus profesores de todo esa maraña digitojudicial: unos finos sensores ubicados en los techos de los salones podrán percibir la actividad cerebral de cada estudiante y de acuerdo a los estímulos recibidos un computador procesará la información y la ponderará al final de cada periodo académico. Se verificará de manera no intrusiva —al menos literalmente— la mente de cada estudiante para calificar su grado de atención, recepción y voluntad de entendimiento y con los datos recogidos la máquina podrá hacer un estimado que se traduzca en una nota final. Al terminar las clases, los profesores de arte y el coordinador académico, podrán tomarse un café, o fumarse un cigarrillo, mientras esperan los resultados. Los estudiantes de arte, por su lado, se rascarán la cabeza.
¿Qué hacer? Otra opción puede ser la de separar los notas de la crítica. Un profesor de arte puede crear, para una clase, toda una serie de indicadores que puedan ser comprobables con facilidad: ir a clase o no, hacer un ejercicio o no, hacer una relación o no, participar o no. Cada prueba de éstas corresponde en notas a un valor absoluto: si se entrega un ejercicio la nota equivale a 5, si no se entrega el ejercicio la nota equivale a 0. Así, al momento de calificar, el profesor cuenta con una secuencia de notas irrefutable y puede obtener un promedio numérico que distingue a los alumnos que cumplen —con lo mínimo de la clase— de los que no cumplen. Uno de los problemas de los programas de arte es que al estar tan cerca lo que se hace de lo que se es, las críticas que se le hacen al estudiante de arte se asumen como una crítica a lo que él es; en muchos casos, no existe una distancia crítica en el estudiante de arte para que las críticas no se asuman como ataques personales. Esta comprobado que el aumento de los programas universitarios que ofrecen estudios en arte ha repercutido en una disminución notoria en la tasa de pacientes jóvenes ingresados a clínicas siquiátricas o a centros de detención, pero a pesar de las bondades económicas de esta relación —para la sociedad es una carga mayor un enfermo mental o un delincuente que un artista— este sesgo terapéutico y preventivo no debe minar la capacidad crítica que se espera de un lugar público donde se habla de arte, como lo es la universidad. Al liberar las notas de la opinión, un profesor está ayudando a separar lo que un estudiante hace de lo que él es. Al permitir que las críticas no se reflejen en la nota, la crítica se libera del paradigma de la calificación y de las presiones que esto ejerce sobre la conversación. Al no estar ligada la crítica a las notas, la crítica no tienen más finalidad que decir lo que piensa con respecto a algo, y de esta manera se privilegia lo que cada uno tiene que decir y lo que cada uno esta dispuesto a oír. La posibilidades de este modelo dependen de que profesores y alumnos sean capaces de generar conversaciones o situaciones donde se manifieste un pensamiento crítico, pues las notas, o las buenas notas, solamente van a reflejar que la clase y el alumno han sido juiciosos, pero ya se sabe que —en arte— cumplir con un trabajo de manera diligente puede producir obras que en términos formales son inteligentes o correctas, pero que nacen sin vida.
“Puede no ser inteligente, pero debe ser intelectual. El arte es la intelectualización de la sensación a través de la expresión. La intelectualización está dada en la, por la y a través de la expresión en sí misma. Ésa es la razón por la que los grandes artistas –incluso los grandes artistas en literatura, que es la más intelectual de las artes- carecen frecuentemente de inteligencia”.
Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad
—Fernando Pessoa
Testo leído en 2008 en un evento sobre la educación en arte en varias universidades que organicé como profesor en la Universidad de los Andes . Esta era la plataforma del encuentro:
«Decir que los programas de arte en las universidades han alcanzado una madurez académica no es veraz. En muchos casos las estructuras heredadas de las Escuelas o Academias de Bellas Artes se mantienen todavía intactas (por ejemplo, se enseñan técnicas pero no se piensa la técnica o como ésta se enseña). En otros casos, la presión por adaptarse a la normatividad académica y cierto afán por innovar a la luz de las tendencias ideológicas del momento han erradicado de los programas de arte algunas de las instancias básicas que permiten afinar la percepción (por ejemplo, en el proceso de acreditar sus prácticas ante las autoridades académicas los programas de arte dan una pomposa rigidez a instancias cuya vitalidad se debe a la oscilación —no se habla, se sustenta—; o por ejemplo, discusiones en torno a la forma quedan relegadas ante la tiranía de la teoría o ante el narcisismo del sentimiento). A esto se suma cierto manejo administrativo de la educación que obliga a hacer de los programas de arte unas empresas económicamente viables y que se niega a contemplar, por criterios de rentabilidad, muchas de las peculiaridades que permiten el diálogo en arte (por ejemplo, estas políticas de administración no admiten grupos pequeños de clase o que una clase de taller tenga un horario prolongado o un salón adecuado). Bajo el mandato de la tradición o bajo la confianza en el progreso se han generado modelos educativos que pierden a estudiantes y profesores por caminos poco afortunados. A esta sensación de adolescencia de los programas de arte se suman las críticas que el pensamiento de los últimos 150 años ha hecho sobre la nociones de autoría, originalidad o vanguardia y que no han sido incorporadas de una manera clara, coherente y creativa dentro de los programas de arte de las universidades. La situación actual, donde los programas de arte se erigen como centros de pensamiento —y también de poder—, no solamente gracias a la enseñanza sino también debido a la investigación y a la creación, exige pensar críticamente la relación arte-universidad y hace que este ciclo de conferencias sea un espacio de debate pertinente, necesario.»