Sin quietud estética
Antonio José Díez




















SOCIALES (Y ANTISOCIALES)














































CRÍTICA
Pulgas
El artista ha fracasado, una y otra vez, en sus intentos por acceder a la fama, a la fortuna y al reconocimiento del valor de su trabajo: ha sido estafado por colegas o patrones, se ha empleado pintando fachadas y cuadros por encargo, ha vendido pinturitas de flores en galerías no reconocidas por la glamorosa escena artística, ha cuidado casas, ha plantado plantas, ha hospedado perros en el patio de su casa, que hoy está a punto de ser demolida, etcétera. El artista ha andado en bicicleta, ha debatido públicamente, ha perdido pleitos, ha pintado flores, paisajes, vanitas y yipaos ha querido dinero, ha odiado el dinero, ha roto el dinero y ha hecho un nuevo dinero: un dinero inútil y falso con cuya falsedad ha comerciado impunemente. En conclusión, el artista, este artista llamado Antonio Díez, ha vivido de sus peleas, de sus pasiones, de sus carencias y de sus pérdidas. O quizás, más exactamente, el artista ha vivido de hacerle el quite a sus pérdidas, apasionándose con modestia, ocupando el tiempo en actividades ajenas a ese mundo de fantasías propias de quien hace “carrera” como “artista” y, como lo ha hecho con los billetes, ha intentado sacar provecho del comercio de esas cosas que son su vida y que él ha empezado a pasar impunemente como arte junto a otras que, como arte, han tenido poca fortuna en el medio artístico.
Lucas Ospina, curador de este Salón en el que Antonio Díez exhibe el producto de sus días, ha sostenido en distintas ocasiones la opinión de que el arte no es la vida, sino un umbral que se comunica con la vida y, en ese sentido, más allá de toda noción de “proyecto artístico”, la vida y el arte de Antonio Díez han confluido bajo la forma de unas actividades que han dejado ruinas en forma de obras: pinturas, dibujos, fotos y estudios varios (unas ruinas brillantes y disciplinadas, herederas de tradiciones en mayúscula y de humores diversos aunque punzantes siempre), pero que también han dejado cosas vivas floreciendo y creciendo y pululando y enredándose y criando pulgas y cagándose en los espacios en los que circula el arte.
In quietud estética ha mostrado algunas de las ruinas que ha ido dejando Antonio en el curso de su “carrera”, pocas, realmente, para el volumen de lo que ha producido, pero, a la vez, nos ha dejado ver parte de ese conjunto de florescencias, de articulaciones, de afectos, de resignaciones y de peleas que, más allá de señalar una voluntad artística, nos han permitido ver –al menos durante los seis días que se mantuvo abierta la exhibición– el modo en que un ser humano específico, llegando al escalón central de la pirámide de las edades y en absoluto acomodado en su “práctica artística”, ha tomado posición frente a ese umbral, su umbral, del que sabemos tan poco como del propio pero que, a la luz de su inquietud, de la economía de sus gestos y de la paciencia de sus ramas y de sus colmillos ha conseguido pasarnos con eficacia algunas de las pulgas que a él le rascan y que, por lo menos a mí, me han dejado un par de ronchas.
—Víctor Albarracín Llanos